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domingo, diciembre 23, 2007

Poesia Popular de Atacama III


Julio Rojas M.


El cuarto género musical es la cueca. Este baile, que hoy goza del título de danza nacional, no es chileno en absoluto. Sus orígenes están fuertemente enlazados con otros ritmos y coreografías, de procedencias tan diversas como Africa y España. Todo apunta a que la parte rítmica tuvo su origen en las barracas de los esclavos negros de procedencia angoleña y congolesa. Esos ritmos llegaron a las costas brasileñas y, desde ahí, se difundió hacia el pacífico, hasta arraigarse en Perú. La población criolla hizo una reinterpretación de aquel ritmo, que continuó su periplo, hasta arraigarse también en Bolivia, Chile y Argentina.

En cuanto a la coreografía, la zamacueca y, en general, todos los bailes de pareja suelta con pañuelo de América del Sur, tienen elementos que eran propios de la sociedad castellana y andaluza del siglo XVII. En cuanto al origen de los bailes con pañuelo, podemos afirmar que, en dicha época, cuando en América se consolidaban las grandes urbes de la corona, como Lima, México y Buenos Aires, la mujer española era extremadamente sensible al cortejo y al halago. El galanteo callejero entre la mujer y algún pretendiente ocasional o más serio, al comienzo no tuvo mayor consecuencia que una competencia de obsequios por parte de estos pretendientes. Recordemos la tradición de los corridos de la que hablábamos más arriba.

No cabe duda que todo este juego de galanteos ocultaba constantes aventuras de estas “respetables” damas. La hipocresía y mojigatería de la época no permitían el cortejo, en la España monacal e inquisidora. Fue entonces cuando las apasionadas damas andaluzas adoptaron la moda del manto o velo, que sólo dejaba a la vista un ojo o una mínima parte del rostro, una mano y un poco de antebrazo. Dicho velo cubría completamente el rostro, el busto y los brazos.

Estas mujeres transformaron en un verdadero arte el juguetear y mover sensualmente aquellas partes descubiertas, en conjunción con la parte libre del chal. Imaginémonos si ese ojo al descubierto era hermoso o si esa mano sabía revolotear con donaire, los pensamientos que cruzaban por la mente de los eventuales pretendientes. Esta costumbre recibió el nombre de tapada, que se transformó en un arma de enardecimiento muy poderosa.


“Fueron famosas (y prohibidas) las tapadas de Madrid y de Sevilla, de las que fueron herencia vivísima las limeñas del mismo siglo, pero que, por supervivencia folklórica (...) permanecieron hasta la primera mitad del siglo XIX, con todo y su picante fama”.[1]


Ese juego se transformó en la coquetería con que las mujeres criollas bailaron las danzas que fueron penetrando la sociedad chilena, a partir del siglo XIX, una vez conquistada y consolidada la independencia. La zamacueca, la cueca y la marinera son claros ejemplos de la introducción del pañuelo en los bailes de pareja suelta.

Predominaba en las coreografías de aquella época, las formas populares, libres e improvisadas, los bailes de pareja suelta por sobre las danzas colectivas con argumento. En dichas coreografías, se representan el galanteo, la sátira, lo exótico, ruidoso y lo sensual.


“Nacerá de este modo el más poderoso grupo de bailes y canciones de bailar, que marcará el carácter español hasta nuestros días; que dejará la más lozana y fuerte generación de bailes populares en América Meridional, y que habrá de influir sobre las modas y costumbres da varios países de Europa y que, en América, particularmente en las destacadas franjas costeras del Pacífico, seguirá con plena vigencia en los medios populares en el siglo XVIII y con la independencia (...) prestigiados por su carácter de “bailes de tierra” o “del país”, tomarán nuevo auge y alcanzarán a las élites burguesas y sus salones, para redescender, fortalecidos, ayudados por el teatro popular de tonadilla y género chico de los tiempos, y pervivirá hasta hoy en comunidades folk, o mantendrá sus prestigios evocativos y emocionales entre os grupos letrados e ilustrados”.[2]


Los esclavos africanos también ejercieron su influjo en diversas manifestaciones musicales, tanto en la coreografía, como en los ritmos y en la denominación de cantos y danzas que los criollos adoptaron como “bailes de tierra” para afianzar su naciente nacionalismo. Así, los blancos, mestizos y criollos no tuvieron trabas para adoptar movimientos pélvicos, ombligadas y nalgadas, muy usuales en bailes populares del barroco español. Ejemplo de estos bailes que aún se bailan en diversas regiones de la Península Ibérica son el tras-trasero asturiano y el pindajo soriano.

Por su parte, en Hispanoamérica, la semba y el lundú brasileños, la firmeza rioplatense, el zapateado y la zamba resbalosa de las costas del Pacífico, son ejemplos de danzas de tierra con los mismos movimientos pélvicos y sensuales. Esta última coreografía, junto a la semba umbligada, está directamente relacionada con el surgimiento de la zamacueca. De ésta, a su vez, surge la cueca chilena.

Los blancos habitantes de Hispanoamérica adoptaron con gusto los ritmos negros, pues gustaron inmediatamente de las coreografías pélvicas, de las que carecían sus bailes europeos. Fue esa veta erótica la que dio paso a aceptar lo mestizo. Lo que para los negros era inocente sensualidad motriz, el blanco interpretó como invitación a lo sexual. Incluso la poesía tuvo su vertiente negroide, al imitar el habla de los esclavos, obteniendo la cuota de exotismo y erotismo de los cuales carecía la poesía peninsular.

Para ejemplificar lo anterior, el siguiente es un extracto de un poema del poeta español Lope de Vega. Su letra imita la fonética negroide en forma similar a como en la década de 1950 lo hizo el poeta cubano Nicolás Guillén.


Entrándose las hermosas
Labradoras de la Sagra,
Ellos, con disfraces negros,
Este villancico danzan:
El hocico de vosa mercé,
He, he, he,
Me tiene periro,
De amore venciro,
Ay, ay, he, ay, he
Que me moriré, que me moriré,
El hocico neglo,
Y lo diente dento,
Ay, ah, he, ay, he, he.


La imitación de lo negro sirvió para burlar el ojo avizor de la Inquisición y de cualquier otra autoridad local. Las canciones de la época como la folía y la chacona se burlaban de los discursos y sermones que hacían los frailes contra las tentaciones de Satanás. En Santo Domingo, el obispo local Labat describe en 1698 un baile de negros. Se trata de la calenda, que según él mismo, provenía de las costas de Guinea y que los españoles lo bailaban, habiéndolo aprendido de los negros.


“Celle que leur plait davantange, et qui leur est plus ordinaire est le calenda, elle vient de la Cote de Guinée, et suivant toutes les apparences du Royaume d’Adra. Les Espagnols l’ont apprise des Negres, et la dansent...”


La calenda era un baile de pareja, de cortejo amoroso que se bailaba con los brazos en alto, dando giros y vueltas. De vez en cuando hay golpes de ombligo y nalgas. Similares informes de clérigos y viajeros se suceden en Montevideo, hacia 1764, de parte de Dom Pernety, y en 1814, por el viajero francés Julien Meillet, quien en Quillota, vio asombrado uno de estos eróticos bailes de tierra.

Muchos son los bailes de país que aún se bailan y que conservan su nombre africano. El malambo rioplatense, proviene de Mozambique y se origina de danzas terapéuticas de las tribus de dicha país. El tangó (hoy llamado tango), la rumba y la semba (hoy llamada zamba) también provienen de la zona portuguesa de Africa oriental. La palabra semba es el nombre de uno de los tambores usados por esas tribus, que consta de una sola membrana y que se percute con un palo curvo. Como vemos, de denominar al instrumento, la palabra pasó a denominar al baile con el cual se ejecuta.

Todos estos bailes, simbiosis de lo africano, lo español y lo criollo, siempre se mantuvieron alejados de los ambientes palaciegos y los salones elegantes. Eso les permitió, una vez alcanzada la independencia de los países americanos, ser elevados a la categoría de bailes nacionales, con atisbos de patriotismo, en un afán por diferenciarse de España y Portugal. Entonces ascendieron a los salones de las elites burguesas, sin perder su carácter popular.

Dicho auge no sería más que una moda, pero tuvo suficiente fuerza como para que el teatro popular, interesado ahora en motivos nacionales, volviera a tomarlos y los adornara con nuevos nombres, nuevas letras y se los devolviera al pueblo. Suficiente como para que quedara un resabio de nacionalismo en el encuentro periódico con estas formas. En el caso de Chile, esto se dio de manera natural en las fondas y chinganas con las que se celebraba la cultura del criollismo y la patria nueva alcanzada. Antonio de Pineda, de la expedición Malaspina de 1789, describe de la siguiente manera una reunión social en la ciudad de Concepción, Chile:


“Después del refresco se rompe el baile por las personas más graduadas. La Escuela es Francesa como en Europa [Se refiere a que bailaban contradanzas y minuet] i varios bailes del gusto antiguo de España. El mas notable es el que llaman mas vivo: una persona de cada sexo baila un zapateado, i a la voz del tañedor se acercan, se separa; figuran arremetidas, i aumentan sus movimientos, a proporción que los escita el que canta. El baile es todo alusivo a los Actos del Amor, i el carácter de los versos esplica con algún enfasis sus escenas misteriosas”.

A mayor abundamiento, por allá por la Patria Vieja se escuchaban las siguientes coplas, cuya picardía y carácter popular da una idea de cómo se iban amoldando las interpretaciones criollas de los bailes, música y coreografía afro-hispano-criollas de la nueva república.


Andallo, andallo,
Que soy pollo y voy para gallo;
Cara de pícaro tienes;
Carricoche quiero
Déjame deseo que me bamboleo
Guarda el palillo, Minguillo
Guilindón, guilindón guilindaina.


Del guilindón, baile originario de la zona de Miranda do Douro, Portugal, proviene la trastrasera, baile muy en auge durante el periodo de la Patria Vieja en Chile y todo el Cono Sur de Sudamérica. Estos bailes tienen en común movimientos cadenciosos, bailados con pañuelo o castañuelas (o pandero), el carácter coqueto y erótico, la persecución del hombre a la mujer, terminando canto y danza con el hombre rendido a los pies de la mujer. Esta es, ni más ni menos, la coreografía general de la zamacueca y de su hija, la cueca chilena.


“Se baila después de una abundante comida i con mucho vino i es de ritmo vivo. El estribillo es movimiento a dúo de embestida (...) para terminar girando la mujer mui rápidamente i el mozo rendido a sus pies”.


En la cita de arriba, Antonio Galmás está describiendo el bolero proveniente de las Islas Baleares y el copeo, dos bailes que le recuerdan al suscrito las descripciones de la zamacueca. Por su parte, el viajero francés Frazier en su Relation du Voyage de la Mer du Sud auz Cotes de Chily el du Perou, nos relata lo mucho que le llama la atención el zapateo en los bailes con que los mulatos festejan la fiesta del Carmen. Pernety, por otro lado, describe un baile de tierra donde los espectadores acompañan el canto con palmoteos de las manos.

El folclorista brasileño Camará Cascudo, al describir el lundú, nos habla de una coreografía en donde la mujer se cubre el rostro parcialmente con un pañuelo. Como vemos, todas estas descripciones de bailes criollos nos van configurando ya, a fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, los movimientos de lo que hoy conocemos como cueca chilena.

A comienzos del siglo XIX, en Lima, la zamacueca, o una variación de ésta, la chilena, se bailaba comúnmente. Lo bailaban los mestizos en callejuelas y tugurios. Se le daban distintos nombres según la zona donde se hubiese adoptado: zamacueca, zamba cueca, zamba marinera, chilena. En Perú, la chilena cambió de nombre al de marinera, por razones políticas, el año 1879. En Chile, simultáneamente, quedaba el nombre de cueca, sin el prefijo zamba, también por razones políticas, para diferenciarse del baile de los vecinos argentinos.

Todos estos antecedentes nos ayudan a pesquisar los orígenes no sólo de la cueca chilena, sino de todos los bailes de tierra chilenos, a excepción quizás de los bailes y música de las zonas altiplánicas y de los bailes chinos. Los antecedentes para dichas coreografías, organología y música se adscriben a la zona de influencia quechua y aymara.

Así, el baile y la poesía popular aún reviven en Chile las antiguas prácticas de los trovadores y juglares de la Edad Media y Barroca, no sólo española, sino de toda Europa. Por otro lado, los bailes nos recuerdan que nuestra América tuvo poblaciones indígenas y africanas que nos legaron el gusto por la danza y el desenfreno. Las manifestaciones actuales son producto del mestizaje ocurrido en América. Esto queda de manifiesto en el comportamiento del cantor popular, en su capacidad creativa, en su ingenio y su capacidad de improvisación. Sus orígenes marcadamente eróticos, están en los grupos marginales de nuestras sociedades. En dichos ambientes es donde mejor se da lo pícaro, ideales para engendrar bailes y coplas, cargadas de “sal y pimienta” de los que carecieron siempre los salones elegantes.

Gracias a ello, se han mantenido vigentes el romance, el corrido, la loga y la zamacueca, a través de sus versiones criollas como la tonada, el esquinazo, la décima a lo humano y a lo divino, las cuartetas, las coplas y la cueca.


III. El siglo XIX.

Al entrar el siglo XIX, el canto y la poesía popular se fue arraigando en el campo. Los cantores y poetas eran número obligado en diversas situaciones sociales como novenas, bautizos, matrimonios, funerales, despedimento de angelitos, procesiones y santos. Jamás perdieron vigencia, incluso hasta el día de hoy. Fueron continuadores de la tradición arraigada durante la colonia.

El repertorio más común del cantor popular campesino eran versos tradicionales que guardaban en la memoria y se transmitían oralmente, además de otros versos compuestos por los cantores y poetas, con ritmos como la tonada, el corrido y las décimas a lo divino y a lo humano.

En la ciudad siguieron gozando de prestigio, pero las temáticas comenzaron a diferenciarse del canto popular campesino. Los temas a los cuales se cantaba fueron, en un comienzo, de corte patriótico, sobre personajes como José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez. Luego, contra los españoles durante la guerra de 1866 y la guerra del Pacífico, que hicieron proliferar el género patriótico dentro del canto y la poesía popular.

Una vez estallada la Guerra de 1866, en un periódico de Valparaíso de caricaturas, el San Martín, se publicaron décimas y zamacuecas antiespañolas, que incluso motivaron reacciones de orden diplomáticas.


A partir de la segunda mitad del siglo XIX, los poetas populares comienzan a circular en diversos periódicos, tanto en la capital como en las provincias. En Atacama, cada periódico siempre tuvo un importante espacio para las décimas de algún poeta copiapino, vallenarino, chañaralino o carrizalino. Circularon también en hojas sueltas, que los poetas vendían en las calles. Dichos poetas escribían sobre hechos acaecidos en la ciudad, en alguna faena minera, particularmente sabrosas resultaban aquellas décimas que describían algún escándalo o riña, de la que los poblados mineros de Atacama tenían en abundancia.

De las hojas sueltas que circularon, la más conocida y que se ha preservado mejor es la Lira Popular. Se trata de una hoja impresa a varias columnas, por ambos lados, donde los poetas populares, incluyendo a varios de origen minero y atacameño, escribieron sobre los acontecimientos de su ciudad y del país. Esta es una poesía muy espontánea, llena de giros lingüísticos particulares, propios de las clases populares. Llena también de sátira, escrita en la forma de décimas glosadas. El siguiente ejemplo fue escrito por un poeta anónimo del Batallón Atacama durante la guerra del Pacífico:


Denme permiso, señores, Primeramente me hallé
Y pásenme la guitarra en la toma de Calama,
Para cantar a los cholos y entonces era minero
Y a la nación boliviana. que en las minas trabajaba;
abandoné mi trabajo
Yo soy bonete de cuero, y al punto tomé mis armas
Soldado del Atacama, para el honor defender
Que, arriesgando mi pellejo, de mi amada patria.
He peleado en cien batallas.


La Lira Popular fue un lugar de encuentro de todos los poetas populares del país. Ahí se hacían amigos y enemigos, formándose bandos entre los poetas. Fueron famosas las contiendas en versos entre los abajinos (los poetas del norte del país) y los arribanos (los poetas del sur).

Entre los abajinos atacameños de mayor renombre, figuran el poeta minero Daniel Meneses, Abraham Jesús Brito, originario de Carrizal Alto y Pedro Díaz Gana, conocido por el seudónimo de Sebastián Cangalla, huasquino por adopción. Todos atacameños de tradición minera, fueron reconocidos entre sus pares como grandes poetas y cantores populares.

Daniel Meneses nació en 1868. Durante su juventud recorrió todo el norte, trabajando en diversas faenas mineras de Atacama, para terminar, como muchos mineros busquillas de la época, arraigado en alguna salitrera de Iquique. Aprendió a tocar el guitarrón a los veinte años, llegando a manejar la décima como a su corvo. Fue uno de los poetas más aguerridos que se recuerde. Le gustaba lanzar desafíos en décimas a los demás poetas, insultándolos hasta obligarlos a responderle, también en décimas. Se casó con renombrada poetisa popular, Rosa Araneda.

El Cojo Meneses publicó sus versos en diversas hojas sueltas, folletos y pasquines, también en la Lira Popular. No pasaba desapercibido pues era tullido y solía vender sus décimas por las calles del norte del país y en Santiago, movilizándose en una carretela. Entre los títulos más importantes de su obra, se encuentran El cantor de los cantores (1895), El codiciado de las niñas (1897), El guía de los cantores (1902).


Yo recorrí todo el norte Con el canto me mantengo
Hasta que llegué a Iquique, lo mismo que el poeta Homero
No hallé quién me echara a pique encorácense en acero
Ni me barajara el corte. que a darles muerte vengo.


Por su parte, Pedro Díaz Gana nació en Valparaíso en 1830, en el seno de una familia acomodada. De espíritu aventurero, muy joven se trasladó a tierras atacameñas junto a su hermano José. Ambos trabajaron en las minas de Chañarcillo, como apires y barreteros[3]. A lo largo de su estancia en la zona, se les vio en diversas faenas, hasta que se arrancharon en Huasco.

En 1870, José Díaz Gana fue contratado por una firma para catear el despoblado de Atacama, en lo que era territorio boliviano, en busca de minerales de cobre. No le fue bien en un principio, pero un día dio con una veta al sureste de la actual ciudad de Mejillones. Esa mina fue de renombre y se conoció como la Mina Caracoles. Dicha faena revolucionó a todo el norte minero. Muchas minas de Atacama quedaron casi vacías, pues grandes cantidades de mineros se aventuraron a esos parajes inhóspitos, en busca de mejores horizontes. Pedro Díaz Gana, el poeta popular, anduvo tentando suerte por diversas faenas mineras, siempre escribiendo sus pícaros e ingeniosos versos. Firmaba sus versos con el seudónimo de Sebastián Cangalla.


Que no haiga yo cangalleado
En todo el mes ni una piedra
Con que hacerte un regalito
Que te viniera de pera.

Y toititos me llaman
Gran Cangalla, qué vergüenza.
Aunque las ojotas venda,
Culero y capacho empeñe,
Hei de estar en la ciudá
En el día de la fiesta.

Dejó varias cuartetas y décimas que divulgó en hojas sueltas o que publicó en diversos periódicos atacameños, como el diario El Huasquino de Vallenar. Le cantaba a la belleza de alguna cantante lírica que venía al teatro de Copiapó o al de Chañarcillo. También publicó versos autobiográficos como “Historia de Sebastián Cangalla”, “una de las tiradas de mejor humor que se hayan realizado en la zona”, en la opinión de Mario Bahamondes. Además, publicó el drama “Irene” y el romance “El Sueño”, del cual dice el mismo Bahamondes que “lo repetían de memoria todos los viejos mineros de Chañarcillo”.

Este poeta popular, verdadero cronista de su época, murió joven en Copiapó, hacia 1867. El siguiente es un extracto de El Sueño. Se trata de décimas a lo humano que compuso luego de haber deambulado y cavado en diversos sectores de la Quebrada de Paipote, en busca del derrotero de Los Candeleros[4].


Una noche oscura y triste, Junto a un picado de plata,
Triste como el pensamiento picado antiguo, en broceo;
De un hombre que en sus bolsillos pero como la esperanza
No cuenta ni con un céntimo, al más rendido da esfuerzos,
Y oscura cual la conciencia me dorí con la esperanza
De un yanqui filibustero; de hacer un descubrimiento;
O del que recibe prendas y al poco andar a millones
Y cobra un real en peso, dióme la fortuna luego,
Dormía yo solitario que, aunque es ciega la fortuna,
En un solitario cerro. Ve y da más sobre durmiendo.


A juicio de muchos contemporáneos y compiladores, el más grande poeta popular atacameño fue Abraham Jesús Brito. Este romancero nació en 1874 en la localidad de Carrizal Alto, al noroeste de Vallenar y falleció en Santiago, en 1945. Sus versos representan el espíritu del minero atacameño como ningún otro, pues llegó a conocerlos de muy cerca, cuando emigró con su familia al mineral de Caracoles, para luego deambular por diversas minas en Copiapó y Vallenar.

La figura de Brito es auténticamente popular y auténticamente nortina. Más aún, es auténticamente minera. Mucho del trabajo de este cantor popular atacameño se hubiera perdido si no fuera por una curiosa edición que hizo la Alianza de Intelectuales de Chile a principios del siglo XX. En ella, Diego Muñoz recopiló un gran número de sus cantos y crónicas inéditos. Gracias a esto, conocemos las crónicas de Brito sobre la vida cotidiana en Carrizal Alto, pueblo en cuyo auge albergó una importante población, con una activa industria minera. El pueblo llegó a tener seis fundiciones de gran producción de cobre.

Las manifestaciones folclóricas de la región de Atacama tienen un carácter especial. Esta región está a medio camino entre el altiplano del extremo norte (con fuerte influencia quechua y aymara) y el centro del país, con fuertes rasgos campesinos (recientemente con fuertes corrientes urbanas que han permeado las manifestaciones tradicionales).

Atacama está al medio de estas dos grandes corrientes tradicionales, recibe sus influencias pero no tiene fuerza suficiente como para ejercer su influjo sobre ellas. De hecho, Atacama siempre cobijó inmigrantes de otras regiones y provincias, incluso del extranjero. Esta ola inmigrante también ha dejado su aporte al estado actual de la poesía popular, la música y la coreografía del norte.

Durante el apogeo de la actividad minera del siglo XIX, en ciudades como Copiapó, Caldera, Vallenar y Chañarcillo, los bailes, cantos y poesía tradicionales florecieron, gracias al impulso de las hordas inmigrantes que los introdujeron. Inmigrantes que provenían de las provincias de más al sur. También los inmigrantes argentinos, muchos de los cuales eran intelectuales que cultivaban décimas y coplas, eran guitarreros y cantaban cifras, gatos y zamacuecas. Podemos mencionar a Juan María Gutierrez y a Domingo Faustino Sarmiento entre los ilustres transandinos, quienes en más de una ocasión deleitaron los saraos, tertulias, fondas y chinganas mineras con sus versos y cantos.

Entre los chilenos ilustres del sur que visitaron y trabajaron las minas de Chañarcillo estuvo Diego Portales Palazuelos, quien era hábil intérprete de la vihuela. Solía cantar zamacuecas y cuandos en sus ratos libres, además de coplas con versos muy subidos de tono.

Durante el siglo XIX, había fondas y chinganas en todas las ciudades grandes de Atacama. En Copiapó, se ubicaban preferentemente en la periferia, en el sector llamado La Chimba y en el pueblo de San Fernando. En los campamentos mineros, conformaban una de las escasas entretenciones que el poblado les ofrecía a los mineros.

En dichos lugares, los bailes más populares eran la zamacueca, que había sido traída por los soldados chilenos que pelearon en la guerra contra la Confederación Perú-boliviana, la sajuriana y el fandango de origen peninsular. En los salones más elegantes, la polka, las cuadrillas francesa y americana, junto al minuet, estaban para deleitar a la gente de más edad. Estas últimas, danzas de moda en los salones elegantes de Francia, Alemania e Inglaterra.


“(...) los alegres fandangos en que las castañuelas y el golpe de los talones daban tanto donaire a las simpáticas y graciosas hijas del Huasco”[5].


Entre los bailes preferidos por los jóvenes solteros hacia 1850, la contradanza, la moza y el vals hacían a todos pararse de sus asientos y, al decir de la época, hasta la más fea de las niñas salía al ruedo. Y jamás faltaba el romántico y delicado cuando para todas las edades. Con tales ritmos, los saraos, las tertulias y los bailes de gala podrían llegar a durar hasta la medianoche.

En cuanto a los bailes más populares entre los gañanes de las placillas mineras, ninguno podía competir en galanura y picardía con la cueca minera. Esta resaltaba sobremanera junto a las cuartetas que adornaban cada pie de cueca, y del cual los apires hacían gala. Los versos subidos de tono no eran para oídos finos, pero eran fiel reflejo de la vitalidad, humor y picardía del minero atacameño. De personalidad parca y de pocas palabras, en una pista de baile se transformaba. Bastaban los acordes de llamada de un arpa, requinto o bandurria, junto al tañido del cajón para que el apir aguardentoso saliera de su letargo.


“La cueca minera (...) tuvo su trono en Chañarcillo, i nació allí con ritmos propios i pintorescos que la distinguen de las otras. La jota andaluza resulta pálida ante el fuego de la cueca minera, que levanta roncha i polvareda, con acompañamiento de arpa, guitarra i acordeón”[6].


Al oír sus sones, el minero rompía su silencio. Era todo un espectáculo verlo entrar al baile, con su vistosa indumentaria. Cuando el apir no bailaba, adornaba cada pie de cueca con cuartetas, décimas y brindis improvisados. Cuando bailaba, lo hacía con desparpajo. No era una zamacueca señorial como la limeña, ni tan rítmica como la boliviana, la cuyana o la riojana. Tampoco era tan aindiada como la santiagueña. Los escasos testimonios que han llegado hasta nosotros nos hablan de una cueca más saltada que la centrina o que la chilota. Y definitivamente más pícara que la cueca porteña o la del peón de fundo. La coreografía de la cueca minera es más cercana a su origen zoomórfico y africano que cualquiera de las que sobreviven en el país.

Quizás por ser zona fronteriza, la cueca entre los mineros de aquellos años tenía el sabor de su origen africano y mestizo. Bailes afroperuanos como el panalivio y el festejo se asemejan a los movimientos cadenciosos de la mujer y a los jadeos varoniles, aunque un tanto torpes, que mostraba el apir y el barretero al bailar esa cueca.

La mujer resbalaba los pies, dando pequeños saltos con ambos pies juntos. Al principio, el hombre seguía a la mujer con movimientos aparentemente displicentes. Pero era en el zapateo donde el hombre se distinguía de otros bailarines. Sus pies golpeaban con rabia el piso de tierra, regando polvo por toda la sala o el patio. Cierto que no tenía la gallardía del huaso centrino, ni pretendía tenerla. Y como al bailar estaba normalmente muy bebido, sus pasos eran erráticos, aunque con mucha picardía. Para acompañar este zapateo, la mujer resbalaba los pies con más fuerza, a la manera de la zamba resbalosa, lleno de coquetería. Ambos zapateaban con ambos pies juntos, a diferencia de otras cuecas.


IV. La poesía popular como testimonio.

La poesía popular es aquella manifestación literaria que refleja la identidad de una comunidad determinada y la de sus habitantes. Si bien cada cultor tiene su repertorio personal, como manifestación pertenece al acervo cultural de dicha comunidad, como un todo, en la medida en que hay un aprendizaje y una transmisión oral a través del tiempo. En la medida, además, en que la comunidad se sienta interpretada en tales versos y composiciones.

Dicho fenómeno se verifica en determinadas ocasiones solamente, lo cual lo transforma en una vigorosa representación de tal situación social. Esto último hace a la poesía popular un elemento con historicidad en sí mismo. Décimas y cuartetas relatan hechos históricos o anecdóticos, con una visión personal que la historia oficial no recoge. La fuente de esta última no está en las fuerzas vivas de una comunidad, sino en sus archivos y demás testimonios escritos.

La antropología y los estudios folclóricos son los encargados de llenar ese vacío, recogiendo los testimonios vitales de las fuerzas vivas de la comunidad en cuestión, logrando así rescatar parte importante de la otra historia. Aquella que permanece guardada en la memoria colectiva de la comunidad, que relata hechos históricos desde el interior de ella misma, en su propio lenguaje, en su estilo propio, único y original.

Se trata sin duda de una fuente primaria, cuyos testimonios residen dentro de la misma comunidad observada, siendo tanto o más rica en matices que la fuente histórica oficial escrita, que se guarda en archivos institucionales. Lamentablemente, poco se ha hecho por rescatar la poesía popular, como testimonio de vida y cultura de una determinada comunidad, en un determinado momento de la historia.

Rescatarlos para las generaciones actuales es comprenderlos, aprehenderlos en su totalidad. Las políticas sociales del estado incluso pueden beneficiarse de los estudios folclóricos y antropológicos, para saber a ciencia cierta cuáles son sus carencias y riquezas, sus debilidades y fortalezas. Así, podremos saber qué requieren para desarrollarse, sin atropellar sus costumbres y modos de vida. Sólo así podremos insertarlos en el mundo actual, seguros que, desde su propia perspectiva, serán un aporte para el país, no meros espectadores de segunda clase.

Esta función testimonial es esencial para entender los procesos de cambio que sufre un grupo humano y la estructura social que la subyace, en los términos propios de la comunidad estudiada, cosa que no entregan los hechos fríos y objetivos de los archivos históricos. Al desconocerse estos hechos conservados en la memoria colectiva de un grupo humano dado, se pierde una parte muy rica de la historia de los pueblos. La unión de los hechos relatados por los archivos históricos, junto a estos otros testimonios, conformarán la más completa historiografía que de una comunidad dada se pueda (re)construir.

A los puetas podemos considerarlos verdaderos historiadores sin título, cronistas de su tiempo y entorno, capaces de poner en versos hechos con valor testimonial, que nos hablan de lo que sucede dentro de la comunidad de la cual forman parte.


Para poder observar lo anterior, comparemos un hecho frío y objetivo de la historia de la región de Atacama, como el descubrimiento del mineral de Chañarcillo. Este hecho histórico es verificado por los historiadores tradicionales a través del acta mediante el cual el arriero Juan Godoy concurre junto a su hermano y al empresario minero Miguel Gallo a hacer el pedimento de la veta descubierta. Se trata de un hecho que ha sido recogido por diversos historiadores atacameños.

La tradición oral también es capaz de rescatar este hecho, bajo el prisma de la cultura popular, los recuerdos que se guardan en la memoria colectiva están contextualizados, insertos en la organización social del grupo específico (los mineros de Atacama). No se relatan meros hechos, sino una situación social relevante. Se mencionan nombres que formaron parte de la elite empresarial del siglo XIX y se los contrasta con el oscuro porvenir que tuvo el que lo descubrió.

La siguiente es una décima anónima, escrita en forma de brindis, encontrada en un cuaderno manuscrito que data de comienzos del siglo XX.


Brindaré por el minero
Que Juan Godoy se llamó
Que mucha plata encontró
Buscando un buen derrotero;
Más hermosa que un lucero
Lo sorprendió Chañarcillo
Y segado por su brillo
No lo pudo aprovechar
Y fueron de otro cantar
Los Gallo, Matta y Cousiño.


La cultura popular oral es capaz de dar cuenta de hechos históricos, nacionales, regionales o locales. En este caso, una décima da cuenta del descubrimiento de la mina de plata más grande del país, del destino de su descubridor y el de algunas familias que lucraron con la explotación del mineral. La memoria colectiva se hace presente en la poesía popular y constituye una rica fuente para reconstruir un contexto sociohistórico de nuestro país, desde una perspectiva más cualitativa que cuantitativa.

Así, el poeta popular se transforma en un verdadero cronista, un glosador del acontecer de su entorno y del momento histórico que le toca vivir. Observa el mundo y las personas que lo rodean con un ojo muy personal. Dicha subjetividad, lejos de restarle valor a su relato, lo enriquece y lo eleva a la altura del testimonio. El poeta popular “estuvo ahí”, en Chañarcillo, en el Copiapó del siglo XIX, vivió el auge y decadencia de la minería atacameña. El historiador, por lo general, no tiene tal privilegio.

El poeta popular está provisto de un ojo avizor y de la experiencia de vida necesaria para ser testigo de la historia. Se sabe observador de la vida. Está dotado de humor, sátira y picardía, de conocimiento de las “Santas Escrituras” y posee un gran vuelo poético cuando deja volar su mente. Sabe que su testimonio en versos es importante para su comunidad. En el pasado, los poetas populares siempre gozaron de prestigio entre los miembros de una comunidad.

Veamos un ejemplo contemporáneo de experiencia testimonial. Se trata del cantor popular Juan Luis Salazar, de Hacienda Ventanas, vecina a Vallenar. Las siguientes cuartetas[7] nos relatan un temporal que azotó a la región de Atacama durante el invierno de 1997. Se sabe que la lluvia es un fenómeno escaso en Atacama, cada cierto tiempo, sin embargo, cae una lluvia grande, que suele dejar numerosas víctimas entre la población. Es el caso de la lluvia a la que alude el siguiente verso. El único consuelo es que las lluvias dejan un saldo de grandes reservas en los embalses, que serán aprovechadas en la agricultura, aparte de un hermoso desierto florido en la primavera.


Para todos los presentes Allá en la cordillera
Aquí les voy a contar Atrapó a muchos mineros
De un temporal de viento y lluvia Y aquí en la carretera
Que azotó a Vallenar. Quedaron los camioneros.

Fue el año noventa y siete Pero somos solidarios
Cuando esta lluvia cayó Cuando la desgracia llega;
Todos felice’ estuvimo’ Ayudamo’ a mucha gente
Por esta bendición de Dios. Y a ese pueblito La Vega.

Fueron pasando las horas Pero han pasado los meses
El agua corrió sin destino Y todo no se ha perdido;
Haciendo pedazos el puente, Está muy llenito el tranque
Las casas y los caminos. Y el desierto florido.

Se acumularon las aguas Ya con esta me despido
Que hacia la mar avanzaron; Con este triste cantar;
En el pueblo ‘e Huasco Bajo Soy campesino del valle
Tres personas se ahogaron. Y un cantor popular.


El lenguaje es otro aporte que enriquece el testimonio de un poeta popular. En apariencia es tosco, simple, a veces incluso grosero. Pero el habla popular lleva consigo expresiones y giros que interpretan plenamente al minero o a la gente de los valles. Son personajes con escasos estudios formales. La sabiduría popular no va por el lado académico ni por el de los preciosismos al hablar. Las experiencias de vida de la gente popular se expresan en exclamaciones, dichos y frases traspasadas por generaciones, leyendas y mitos, todos los cuales forman el bagaje cultural de campesinos y mineros.

Hay distintas zonas del país que tienen su propio léxico y su personal uso de la gramática. A través del lenguaje se ve la realidad y el entorno del poeta y cantor. Cada oficio y entorno social crea un léxico propio y, como tal, único. Atacama es una región rica en dichos giros idiomáticos relacionados a la minería de metales.

Se puede ejemplificar lo anterior con otro brindis con temática minera. Durante el auge de la minería en Atacama, a mediados del siglo XIX, muchas delegaciones científicas y comerciales visitaban las principales faenas mineras de la provincia. Las visitas extranjeras eran recibidas con ceremonias y desfiles, en donde la música tradicional no estaba ausente.

Este brindis se escuchó durante la visita de una delegación francesa en enero de 1860. Dicha delegación visitó las minas de Chañarcillo y el pueblo de Juan Godoy, a los pies del cerro. Afortunadamente, el Contralmirante Bonard y el Capitán Didelot anotaron en sus bitácoras este verso que adornó algunos de los pies de cueca que se cantaron y bailaron en honor a los extranjeros.


Yo brindo, dijo un minero
Por el combo y la barreta,
No por ninguna coqueta
Que para nada las quiero.
Sacudiendo su culero
Hablaba con arrogancia
El perdón de su ignorancia
Al público les pedía,
Mil historias refería
En verso o en consonancia.


Por otro lado, las legendarias batallas del ejército de mineros y gañanes que formó el caudillo copiapino Pedro León Gallo en 1859, a fin de levantarse contra el gobierno de Manuel Montt son parte de la memoria colectiva de todo atacameño. Miles fueron los versos que inspiró Gallo, en especial luego de sus triunfales avances hacia la zona central. Miles fueron también los epítetos con que sus enemigos intentaban mermar su fuerza y su moral. En los diarios proclives al gobierno de Montt, Pedro León Gallo y a su familia le enrrostraban que no eran Gallos sino pollos. A ello hace alusión unas décimas de un verso recogido por Roberto Hernández. Cabe indicar que éste fue escrito luego de la victoria de las huestes de Gallo en la batalla de Los Loros.


Ciegan las pasiones malas No hay bíblicas tradiciones
Como os ha cegado el odio ni argumentos que nos pruebe
En vuestras negras cabalas, si antiguas generaciones
¿De qué sirve que a Custodio usaban los espolones
hiciéceis cortar las alas, que en el siglo diecinueve,
si existían, además, ...
Antonio, Juan y Tomás ¡Oh, don Manuel! Tú no sabes
y como arraigado cedro cuántos te cercan escollos
el formidable don Pedro pregúntale a Silva Chávez
con cien mil gallos detrás? cómo le fue con los pollos.



Durante aquellos días de revolución en Copiapó, los mineros provenientes de las diversas minas de la provincia, aunque principalmente de Chañarcillo, miembros del Club Constituyente, cantaban un himno en cuartetas, que decía así:


Alcemos nuestras voces, Que el voto noble y santo,
Cantemos la esperanza, Que pide una Asamblea
Luchando por la alianza Constituyente, sea
De patria y libertad. El canto popular.


El ejemplo de poesía popular testimonial que a continuación anotaremos, narra las peripecias de uno de los cateadores y mineros más conocidos y recordados en la Región de Atacama. Se trata de Pedro Arenas, cuya vida resume perfectamente la vida de muchos mineros a través de la historia de la región. A veces nos toca estar en la cumbre, a veces en el fondo. Los mineros atacameños lo saben de sobra.

El Chilote Gómez, activo participante en la Revolución de 1859, solía lucir hermosos caballos con herradura de plata de sus minas en Chañarcillo. Murió en la miseria en la mina Caracoles. Las excentricidades de los hermanos Peralta Bolados, oriundos de Tierra Amarilla, dieron la vuelta al mundo. Estos personajes se hicieron millonarios al inscribir una de las vetas descubridoras del cerro Chañarcillo, pero murieron más pobres de lo que eran antes de su golpe de suerte.

Los descubridores de Chañarcillo y Tres Puntas, Juan Godoy y Fermín Guerra, terminaron sus vidas en la más absoluta miseria. Godoy hizo pésimos negocios con su parte de las pertenencias mineras y perdió todas sus propiedades. Guerra murió asesinado en un prostíbulo de Tierra Amarilla antes de siquiera saborear su descubrimiento. Lo mismo puede decirse del copiapino Juan López. Se inició como apir en una de las minas de Chañarcillo. Años más tarde quiso tentar suerte, haciéndolas de cateador en las costas cercanas al puerto boliviano de Mejillones. Descubrió muchas guaneras y fue el primer habitante de lo que hoy es la ciudad de Antofagasta. Murió pobre y olvidado en su toldo, en dicha localidad costera.

Por su parte, Pedro Arenas quedó registrado en la historia como el descubridor de la mina Pampa Larga, uno de los minerales de plata más ricos del siglo XIX. Pero la explotación irresponsable y la vida disipada de este tierramarillano le significaron morir en la más absoluta pobreza. Los piques llegaron a ser tan peligrosos, por lo mal construidos, que ningún apir o barretero se atrevió a entrar a ningún pique de la mina de Arenas.

Al poco tiempo, sucesivos derrumbes sepultaron aquellos piques y la mina de Arenas quedó clausurada para siempre. Pedro Arenas volvió a ser tan pobre como antes, y murió con sus únicas dos posesiones: su burro y su manta negra, que sirvió para amortajarlo al momento de su sepultura. La realidad se mezcla con la leyenda, cosa muy común en el mundo minero. Se han tejido diversas historias del minero Arenas, entre las cuales, hay consenso en señalar que hizo pacto con el diablo y su muerte se produjo cuando Satanás vino a reclamar su alma.

Los tierramarillanos de tomo y lomo conocen muy bien la leyenda de este cateador y minero. Prueba de ello son estos versos[8] (reproducidos parcialmente), que pertenecen al cantor popular de Tierra Amarilla, Ernesto Cepeda. Se trata de un verso libre de rimas, donde se mezclan cuartetas y sextetas, en una factura bastante original dentro de la tradición de la poesía popular.


Tierra Amarilla aún recuerda Pero Pedro Arenas fue
Al minero Pedro Arenas; un bribon de siete suelas
Hombre bueno, como nadie, y sus riquezas se le fueron
Viejo amigo de las sierras. malgastadas en francachelas.

Al primer golpe del alba Y en castigo a sus pecados
Iba Arenas a la montaña, la virgen le dio la espalda
A catear ricos veneros y se brocearon las buenas vetas
Con su mula y con su llauca. de la fecunda Pampa Larga.

La veta le era esquiva Sin amigos y sin fortuna

la suerte no le acompanaba hizo un pacto con Don Sata

pero al bueno 'e Pedro Arenas le cambio su alma impura

la fe nunca le faltaba. por su negra y larga capa.


Cuentan en Tierra Amarilla (...)
Que a la virgen de Loreto

prometio levantarle una capilla Fue el dia de San Lorenzo

si la virgen le revelaba cuando lo encontraron muerto

el secreto del buscado derrotero. en una quebrada del cerro

tapado con su capa como mortaja.

Y Arenas cumplio su promesa

y tambien cumplio su manda Quizas en los cerros del infierno

porque al primer golpe de la llauca siga Arenas haciendo de minero

estallo fecunda y grande, asociado a hora con Don Sata

Pampa Larga. buscan ricos y ocultos derroteros.



Como vemos, las costumbres mineras también se han guardado en la memoria colectiva de un pueblo y sus poetas populares lo relatan desde la perspectiva misma del personaje que los vivió y los vive: el minero. Es posible reconstruir las costumbres del minero rescatando lo que de ellas narran las décimas y cuartetas de raigambre folclórica que, aún hoy, cultivan unos pocos.

La costumbre que tenían los mineros de transhumar de un lado para otro buscando mejores perspectivas en las minas de mejores leyes, queda en evidencia en la siguiente décima del siglo XIX, que menciona los minerales de La Higuera y La Florida, muy distantes entre sí, y las dificultades de un minero para conseguir trabajo en faenas tan bullentes de actividad y ya pocas vacantes.


Al mineral de La Higuera
Llegó este pobre minero
En busca de un pirquín bueno
A la mina Primavera.
Un mayordomo de afuera
Me dijo: “No hay todavía”
Me fui para La Florida
Donde hay tantos pirquineros
Un viejito laborero
Me dijo: “Vuelva otro día”.


Así, la poesía popular nos ayuda a describir el mundo que rodea al minero decimonónico: sus vivencias, su pensamiento, su sentir y su modo de trabajar. El catear (buscar vetas con su conocimiento más práctico que científico) y el pirquinear (explotar una veta de mineral en forma artesanal) de ayer y de hoy, quedan reflejada en el siguiente extracto de un verso, que forma parte del archivo del lingüista y etnólogo Rodolfo Lenz. Se transcribe parcialmente, pues faltan las dos últimas décimas.

Este verso habla de un minero que decide partir a buscar una mina rica en metales. Es interesante el paralelo que el poeta popular hace entre explotar una mina y amar a una mujer. Es común ver que los mineros hagan comparación entre la mina y la mujer. Ambas son dignas de la atención del hombre y se deben tratar con cuidado y cariño.

Quizás por eso el sentido de aventura que encuentran los mineros de ir tras una y otra mina buscando ganarse sus riquezas. Por una mina son capaces de abandonarlo todo, por la expectativa de conquistar sus profundidades. Quizás por eso se les pone nombre de mujer a las minas y vetas que descubren y explotan.

Este verso es una variante de la décima, curiosa en su factura, pues no es muy común. Si bien comienza con la usual cuarteta inicial a modo de introducción (llamada pie forzado o glosa), contiene no diez, sino sólo nueve versos. Riman el primero con el tercer y cuarto verso; el quinto con el sexto y el noveno: finalmente, riman el séptimo con el octavo verso.


Soy minero y quiero amar
La mina de mis amores,
Por ver si puedo encontrar
Metalito en tus labores.

Bien vestido de minero Dijo la huasa al minero
Salí un día de mi casa sigue luego tu camino
¿Dónde vas con tanto esmero? Perderás el derrotero
Yo le dije, ángel del cielo, él contestó, lo que quiero,
Ahora voy a catear si tu me das tus favores
Para poder encontrar es merecer los honores
Como tú una mujer de que yo te pueda amar
Que me sepa comprender: para poder pirquinear
Soy minero y quiero amar. La mina de mis amores.


Se ha intentado dejar un testimonio de lo viva que está la poesía popular en la región de Atacama, una región que no ha merecido la atención de estudiosos contemporáneos. Atacama exhibe una riquísima cultura y tradición de poesía y canto popular, desde hace varios siglos, aunque en forma especial durante el apogeo de la actividad minera, a mediados del siglo XIX.

Sin duda la minería ha sido una de las temáticas preferidas de los cantores y poetas populares atacameños y eso ha quedado patente a través de estas líneas. Los mineros fueron protagonistas de la historia, no sólo de Atacama sino de todo Chile, al forjar riquezas que ayudaron a consolidar a la naciente república chilena. Ese orgullo que exhiben los mineros aventureros que no le temen a la muerte, se transforma en ruego en la voz del poeta popular copiapino, Aliro Alfaro, que pide atención para los poetas populares de Atacama.


La poesía popular
En décimas cultivada,
Se haya enraizada
En nuestro chileno cantar;
Pero se fue a divulgar
En toíta su extensione
En campechanas regione’
Donde es pan de cada día,
Mas, se puede hallar curtida
En la tercera regione.


BIBLIOGRAFÍA


Acevedo Hernández 1953. “La Cueca”. Editorial Nascimento. Stgo., Chile.

Alvarez M., Guillermo 1999. “Bailes religiosos de Candelaria”. Tamarugal Editores.
Copiapo, Chile.


Assuncao, Fernando 1970. “Aportaciones para un estudio sobre los orígenes de la zamacueca”. En: Revista Folclore Americano N° 16, Talleres de la Cia. de Impresiones y Publicidad S.A. Lima, Perú.

Hernández, Roberto 1932. “Juan Godoy o el descubrimiento de Chañarcillo”. Volúmenes I y II. Imprenta Victoria. Valparaíso, Chile.

Vega, Carlos 1956. “El origen de las danzas folclóricas”. Ricordi Americana.
Buenos Aires, Argentina.


Vicuña Cifuentes, Julio 1912. “Romances populares y vulgares”. Santiago, Chile.

1849. Diario El Ferro-Carril. Copiapó, Chile.

1856. Diario El Huasquino. Vallenar, Chile.


NOTAS



[1] Assuncao, Fernando. Orígenes de la zamacueca. En: Folklore Americano, N° 16. Talleres de la Compañía de Impresiones y Publicidad S. A. Lima, Perú, 1969-1970.
[2] Assuncao, Fernando. Op. Cit.
[3] En la jerga minera, el barretero es el obrero que, con una herramienta llamada barreno o barreta, rompe la roca del cerro; el apir es el obrero que ingresa al socavón con una especie de mochila llamado capacho, y arga sobre sus espaldas las rocas mineralizadas hacia la superficie.
[4] Los derroteros son mapas hablados que se transmiten de boca en boca en el ambiente minero. Dan indicaciones de cómo encontrar una veta descubierta por algún cateador, que, por diversas circunstancias del destino, murió poco tiempo después de haberla encontrado. A fin de que no se perdiera este rico mineral, transmitía en su lecho de muerte las indicaciones a algún familiar, amigo o párroco, para que ellos disfrutaran de las riquezas que él no pudo. A través de los años, estas indicaciones se fueron transmitiendo de generación en generación, con la esperanza que alguien dé con la rica veta esquiva.
[5] Morales O., Luis J., Historia del Huasco. Imprenta de El Mercurio. Valparaíso, 1896.
[6] Vicuña Mackenna, Benjamín. El Libro de la Plata.
[7] Cuartetas recopiladas por el autor, del cantor Juan Luis Salazar, durante el verano de 2001.
[8] Recopilado por el autor, durante el verano de 2001.

jueves, noviembre 29, 2007

La Etnia Colla de Atacama



Julio Rojas M.


I. Cuando los españoles se internaron en el “despoblado de Atacama” para conquistar los territorios al sur del Perú, encontraron en la actual III Región de Atacama poblaciones indígenas de diverso origen: quechuas, aymaras, atacameños, changos y picunches, además de otros pueblos menores con mezcla interracial y compartiendo una lengua común, aunque con pequeñas diferencias dialectales.

Estudios arqueológicos (Ampuero, 1986 y Latcham, 1928) establecen que en el periodo paleoindio (13.000 a. C.) se recolectaban algunas rocas duras para la confección de instrumentos para la caza y la pesca. Grupos de cazadores recolectores explotaron óxidos de hierro y otros metales para confeccionar tinturas para fines rituales, a fin de ser utilizados en pintura corporal o para teñir textiles, incluso para pintar paredes, cuevas y grandes rocas. Existen en la región testimonios arqueológicos de asentamientos durante los siguientes diez mil años, en donde destacan principalmente la cultura Copiapó, los molles y los diaguitas.

Hacia el segundo milenio antes de Cristo, la vida nómade comenzó a cambiar. Las bandas comenzaron a domesticar animales (llamas y vicuñas), a domesticar plantas silvestres, a cultivarlas y a establecer aldeas permanentes a lo largo de ríos y quebradas, además de la franja costera. Dichas aldeas comenzaron a extraer y trabajar cobre, plata y oro nativos, que no requerían fundición. Con él elaboraron collares, pendientes y pulseras de cuentas con malaquita, azurita y crisocola. Asimismo, la cerámica comenzó a desarrollarse.

El comercio entre los diversos pueblos andinos era enorme y había vías de comunicación para facilitarlo. Miles de senderos unían a pueblos como los atacameños, diaguitas, aymaras y humahuacas (M. Tarragó), formando largas fajas de intercambio de productos agrícolas, productos del mar, cerámica, textiles y animales. La llegada de las huestes de Tupac Yupanqui desde Cuzco no hizo más que reforzarlas e incluso aumentarlas, pues los incas también tenían complejas redes de intercambio comercial[1].

Los diaguitas arribaron el siglo VII d.C., en el periodo agro-alfarero medio y llegaron a ocupar el territorio comprendido entre los valles de Copiapó y Aconcagua. A la llegada de los incas, los calchaquíes (herederos de la cultura diaguita) aprendieron de ellos diversos avances tecnológicos y adoptaron sus concepciones religiosas y mucho de su cosmovisión. En minería, aprendieron a buscar ductilidad en los metales que explotaban. Los incas les enseñaron las connotaciones simbólicas y rituales de los metales. También influenciaron tanto la forma como la decoración en la cerámica.

De aquella época datan figuras en miniatura de animales domésticos, emblemas, insignias y adornos corporales (Museo Regional de Copiapó, Museo del Huasco y Museo Regional de La Serena). Lejos de ser considerados joyas, éstos eran utilizados en las ceremonias y rituales religiosos. También representaban procedencia étnica y posición social.


“ (...) los atacameños i diaguitas conocían la metalurgia, trabajaban minas i fundían sus metales, en épocas cuando los incas, como pueblo conquistador no sonaban i tronaban, ni habían aún salido del valle del Cuzco”.

(Ricardo Latcham ;1928, 86)



Se ha descrito a los indígenas de los valles de Copiapó y Huasco como pueblos pacíficos, seminómades, cuya vida transcurría entre la caza de camélidos, roedores y algunas aves. Se movilizaban constantemente buscando aguadas y vegas, donde instalaban sus tolderías de algarrobo y cueros de camélidos. En dicho lugar, cultivaban estacionalmente pequeñas chacras, con productos como el maíz y la quínoa. Criaban ganado camélido con el cual tejían su ropa.


II. A la llegada de Pedro de Valdivia a los valles de Copiapó y Huasco, las crónicas señalan que los caciques eran Coluba en Carrizal y Canto del Agua, Montriri en la costa entre Caldera y Huasco Bajo, Atuntaya y Moroco se repartían el mando desde la actual ciudad de Vallenar hacia la cordillera. Todos serían de procedencia changa, por la ubicación geográfica.

Ya bajo dominio español, se sabe que el cacique del valle de Copiapó era Francisco Guanitai, junto a su esposa María Che. Ambos aparecen en las crónicas de la época vendiendo al General Francisco de Aguirre, su encomendero, sus tierras por 45 ovejas. Otra indígena, Ana Quismaichai vende en 1580 sus tierras al encomendero Francisco Ortega. Por su parte, Domingo Chacana y su esposa, Paula Nacamai donan, en 1662 sus tierras. Todas estas posesiones se ubicaban dentro de lo que hoy es la ciudad de Copiapó.

A juzgar por estos apellidos, se trata probablemente de gente de origen calchaquí, que hablaban quechua. Dichos indígenas, luego de la Conquista, habitaron los pueblos de indios aledaños a Copiapó y a Tierra Amarilla, mientras otros emigraban hacia las provincias de Catamarca y Jujuy, en Argentina. Hay ciertos historiadores locales que, sin embargo, observaron la presencia de otros pueblos indígenas[2]:


“Nuestro valle, estaba por esos años poblado por indios “picunches y nuestras costas por “changos”.

(F. Ríos Cortés; 1981, 32.)


Todos los apellidos oriundos de estos valles subsisten hasta el día de hoy y son reconocidos como collas, aunque lo más probable es que se trate de una mezcla interétnica entre calchaquíes, apatamas, humahuacas, aymaras y quechuas). Del valle del río Tránsito en la precordillera de Huasco, son originarios apellidos como Campillay, Huanchicay, Liquitay, Tamblay. De Huasco Alto provienen los apellidos Sasmay, Sulantay y Seriche.

Los apellidos más comunes de origen chango son Tabalí, Aracena, Zuleta, Saguas, Calabacero, Atuntaya, oriundos de Huasco Bajo. Hay changos en las crónicas españolas que llevan el apellido Torres o Aguirre. Esto se debe a que adoptaron el nombre de su encomendero, Don Jerónimo Torres de Aguirre, dueño en el siglo XVII de toda la tierra a lo largo del valle del Huasco hasta la costa. Esto quizás explique también el apellido de uno de los ayllus más numerosos entre los actuales collas: el apellido Jerónimo (que a veces también se escribe Gerónimo[3]).


“(...) el primer Zuleta que vino al Huasco, y que fue el projenitor de todos los de este apellido en el valle, era chango de Paposo que vino a radicarse a la desembocadura del río a principios del siglo [XVIII]”.

(Morales O., 1896.)



Del valle de Copiapó son originarios apellidos como Alcota y Normilla. De Potrerillos provienen Jerónimo, Quispe, Tacquía. Indígenas también hubo con apellidos españoles, como Godoy, Bustamante, Bordones, Cardozo, Rivera, Araya, Guerrero, Monardez y Bórquez. Como los casos anteriormente descritos, es probable que dichas familias hayan adoptado el apellido de su encomendero.

Hay testimonios de presencia pikunche, tanto en el valle del Huasco como en el de Copiapó. A fines del siglo XVIII aparece el indio Quichomauqui (Ketromanke?), oriundo de Huasco Alto como descubridor del rico mineral de Carrizal Alto. Otro indígena, José Paco Huicume, conocido como Chamblao, descubre el inmenso mineral de Agua Amarga, en 1811.

Por lo general salvo excepciones, los cronistas del siglo XIX y XX en Atacama (Jotabeche, Sayago, Morales O., Treutler y Alvarez) se refieren a las poblaciones indígenas simplemente como “indios”, sin dar mayores detalles, salvo comentarios sueltos de sus actividades económicas y ceremoniales. Sayago (1873, 8) afirma que ni los archivos, ni los cronistas dan detalles respecto del origen de las poblaciones indígenas del valle de Copayapu. El autor se aventura a especular que


“Hemos dicho antes que los guaranís, según tradición que mantenían los indios de Tucumán, se esparcieron desde el río de la Plata hacia la cordillera de los Andes; puede ser que algunas de las tantas tribus en que se fraccionó esa gran nación, haya venido a fijar su residencia en la Cordillera del Cachito [N. Del A. donde nace el río Copiapó] “.


Fuera de estas especulaciones, nada se sabía de los indios en esta parte del país, salvo que fueron absorbidos por la conquista inca y fuertemente influenciados culturalmente por ellos. Quizás por su carácter pacífico e independiente, algunas bandas se movilizaron a ambos lados de la cordillera, conservando algunas costumbres propias.

La primera vez que se documenta como calchaquíes a las poblaciones indígenas que habitan las quebradas y vegas que circundan los valles, es en “Historia del Huasco”, del historiador local Joaquín Morales Ocaranza. Este puntualiza que


“En 1670 la estancia de Chañaral, ubicada entre el valle del Huasco y el de Coquimbo y que se conoce ahora con el nombre de Chañaral de las aceitunas, fue concedida al señor Juan Cisternas Escobar por el gobernador don Diego González Montero “en mérito de haber servido a S. M. muchos años en la guerra, haber elevado a su costa una compañía de caballería, haber ido a reprimir las depredaciones de los indios Colchaguies, haber sido alcalde ordinario en la Serena, y por fin, haber desempeñado tres veces el correjimiento de Copiapó”.

(Morales O.; 1896, 42)


En Sayago (1873) encontramos el siguiente esbozo de descripción física de un indígena de Huasco Bajo:


“Conocimos en nuestra niñez al anciano indio de Huasco Bajo, Joaquín Torres, más conocido como “Juaco Torres”, que era verdadero tipo del indio con el legendario moño, y que murió en el año 1873, de 110 años de edad”.


Es a partir de estudios arqueológicos más acabados que se comienza a hablar de molles y diaguitas, para identificar los grupos organizados en bandas que ocupaban diversas quebradas y valles de las actuales regiones III y IV (Latcham, Cervelino, Ampuero entre otros), en épocas inmediatamente anteriores a la conquista inca.

Los diaguitas habitaron desde el valle de Copiapó hasta el de Aconcagua, procedente de la puna argentina, hacia fines del siglo VII d.C., en el denominado periodo agro-alfarero medio (Ampuero; 1986:27). Los diversos censos muestran una sucesiva baja en la población diaguita a través de los siglos. En 1535, la población totalizaba unas 25.000 personas. Hacia finales del mismo siglo, se contabilizaron unos 1200. Se sabe que hacia 1677 no había más de 60 indios de tributo; en 1745, un año después de la fundación de la villa de Copiapó, en el pueblo de indios vecino a dicha villa, se contaron 43 indios con su cacique Francisco Tacquía. En 1793, la matrícula de dicho pueblo tenía individualizados a 109 indígenas. En 1806, apenas 12 están identificados.


III. Según los escasos estudios existentes, es factible creer que los colla serían el producto del mestizaje entre Apatamas, Humahuacas, aymaras y Calchaquíes, oriundos del noroeste de Argentina. Todos estos grupos étnicos estaban ya fuertemente unidos bajo el dominio inca, lo que facilitó sin duda la mezcla interétnica.

La procedencia de estas poblaciones estaría en Santa Catalina, Yaví, Cochinoca, Susques y Tumbaya, en la puna de Jujui; norte de la Poma y el norte de Rosario de Lerna en Salta; el Departamento de Antofagasta en Catamarca; las Quebradas de Humahuaca, Tilcara y el norte de Jujui; los valles del Noroeste, Valle Grande; Santa Victoria, Iruya y Orán, en Salta; el valle del río Calchaquí, los Departamentos de Cachi, Molinos, San Carlos, Cafayate, Chicoana, en la Provincia de Salta. El Departamento de Belén, en Catamarca. Toda esta zona estaba poblada a la llegada de los españoles y sigue poblada por los mismos grupos étnicos, aunque bastante aculturados.

Los collas actuales arribaron a Atacama hacia la segunda década del siglo XX. Se organizan en ayllus, formados por consanguinidad. Su distribución obedece a las condiciones de escasez de recursos naturales, tomando en cuenta que viven en pleno desierto de Atacama. Hay ayllus que viven actualmente en aguadas y bofedales de la cuenca hidrográfica del Salar de Pedernales, la Ola, en el sector aledaño a Potrerillos. Asimismo, en localidades como San Félix en el valle del Tránsito (afluente del río Huasco) y Paipote, 5 km. al sudeste de Copiapó y en las cercanías del río Jorquera. A juzgar por ciertos informes de CONADI, no habitan más allá de la Cordillera de Domeyko.

El mestizaje entre los collas actuales es evidente, a juzgar por la presencia de apellidos españoles, además de la precariedad cultural que demuestra su ceremonial y su ritual[4]. Antes de la llegada de la Andes Copper Mining Company en 1927, que se estableció en Potrerillos y construyó décadas después el campamento de El Salvador, los collas eran numerosos. Esta empresa y posteriormente la División CODELCO Salvador y Potrerillos, han tenido un fuerte influjo en las comunidades colla de los últimos cincuenta años. La construcción bloqueó sus rutas ancestrales de transhumancia[5].

Por otro lado, lo atractivo de los sueldos, viviendas, más la oferta de trabajo volvió a dichas poblaciones más sedentarias, comenzando a residir en el pueblo de Potrerillos en forma permanente, causando división y aculturación al interior de los ayllus. Muchos ayllus, de hecho, regresaron a Argentina.

Las actividades mineras han mermado sus recursos hídricos, haciendo más difícil el traslado a las aguadas. La abundancia de agua de épocas anteriores ya no es tal. Por todo lo anterior, han estado sufriendo profundos daños en su cosmovisión[6].


“La marginalidad territorial les fue impuesta cuando delimitaron sus recursos hídricos y se sumó a ella, la usurpación de sus tierras por extraños, en un área que les había pertenecido desde siempre y que de pronto les fue condicionada arbitrariamente (...)”.

(R. Ponce; 1998, 34.)



Las nuevas formas de vida que trajo consigo el siglo XX, sus intentos por adaptarse y subsistir como comunidad discreta, sin duda ha creado confusiones en la comunidad colla, peleas internas, con el consiguiente daño a sus concepciones del mundo. O lo que queda de ella. Un ejemplo de esto es el matriarcado, sistema que ellos mismos declaran inexistente en su cultura ancestral.

En efecto, la cultura calchaquí era patriarcal, según testimonios, pero la necesidad de los hombres de emigrar a los centros urbanos en busca de trabajo, trajo la necesidad del matriarcado, con los consiguientes cambios en su estructura social. Este sistema de organización social es el imperante desde hace aproximadamente 20 a 30 años y es otro de tantos factores que han aportado a la casi total desaparición de su bagaje cultural.

Otro problema que surge, al momento de contabilizarlos, han sido las grandes empresas mineras que con relaves y otros elementos, han contaminado muchas de las aguadas ancestralmente ocupadas por collas. Elementos químicos tóxicos como el arsénico y el anhídrido sulfuroso han matado en estos últimos años el escaso ganado caprino que poseen[7]. Muchas de estas familias se han visto obligadas a regresar al noroeste argentino, donde todos los collas tienen familiares.


“Para las etapas de la producción de cobre, los gringos comenzaron a necesitar agua, procediendo a ocupar las de las aguadas, vegas y oasis. Estos, después de correr a los collas de sus propiedades, colocaron vigilantes armados y recorrían a caballo el sector para impedir que nadie se acercara al agua. A balazos corrían a los collas de sus tierras”.

(Testimonio de Leonidas Gerónimo Escalante)



IV. La comunidad colla tiene rogativas que desarrolla en distintas épocas del año. Su ritual es primordialmente de corte propiciatorio. Las principales ceremonias son el Floreo, el H’iacho y la celebración de los solsticios de invierno y verano[8].

El floreo consiste básicamente en colocar flores de lana roja al ganado caprino, particularmente a las hembras jóvenes, simbolizando la fertilidad de una mujer, en su primera menstruación. A los machos también se le coloca una flor de lana en la oreja y en el cuello un collar de flores, como símbolo de su identidad sexual. Al caprino adulto se le colocan flores de distinto color. Durante el ritual, se pide protección para los animales del ayllu. El cacique[9] canta vidalas y bahualas, acompañado de un bombo vidalero y por el coro de los demás hombres.

El H’iacho consiste en el sacrificio del animal (illa) más hermoso del piño, al cual le extraen el corazón para enterrarlo en un lugar elegido en el corral. La sangre no debe caer jamás al suelo, pues es una ofensa a la Pachamama. Se acompaña el ritual con vidalas que invocan a la Pachamama.


“(...) cuentan que la abuela María Damiana se sentaba en un barril argentino a cantar chacareras”.

(Testimonio de Leonidas Gerónimo Escalante.)



Otras celebraciones menores son las señaladas, para marcar a los animales, y los convida’os, que son fiestas de agradecimiento. Sin embargo, en ninguna de estas fiestas hay rogativas en su lengua nativa. Todo es en español, salvo algunas frases sueltas, en donde se reconocen palabras aymaras, quechuas e incluso mapuches.


“En conclusión, a pesar de la confusión religiosa que puedan haber adquirido a lo largo de su historia y que en el fondo les haya hecho olvidar sus costumbres ancestrales, una cosa es clara: los collas poseen una profunda fe religiosa y un amor sagrado por la Madre Tierra, ya que para ellos, es el camino que los conduce directamente a Dios (...)”.

(R. Ponce; 1998, 77.)


V. Según R. Schuller, la lengua de los diaguitas ha sido incorrectamente llamada kakan, pues habría sido relacionada con otra lengua hablada en el noroeste de Argentina. Aún así, parece ser que los diaguitas del valle de Copiapó y el valle del Huasco hablaban la misma lengua, aunque con pequeñas diferencias dialectales. Refiriéndose a la lengua de los indios del valle de Huasco, el cronista Gerónimo de Vivar señala:


“Estos yndios difieren de la lengua de Copiapo como byscainos e navarros”

(Vivar;1979:40)


Según este cronista, cuando el conquistador Pedro de Valdivia llegó al valle de Copiapó ordenó a los que iban a pie y a los yanaconas que le hablaran esa lengua a los indígenas locales que habían encontrado a su paso, quienes huían ante la presencia de los españoles. Los yanaconas hablaron quechua, la lengua de los incas y sorprendentemente, los aborígenes locales la comprendían.


“Luego el capitan de los yndios, quando oyo la boz y entendio la lengua del Cuzco –puesto qu’es de la suya muy diferente, porque en toda la tierra y provincias de Indias cada XX y XXX leguas difieren los lenguajes- entendiola, porque avian tratado con yndios del Cuzco (porque tenian a las diez y ocho leguas del valle de Copiapo un pueblo de yndios del Cuzco), y como con ellos tratavan, entendía la lengua este capitan y otros muchos”.

(Vivar; op. cit.:30)


La lengua diaguita muy pronto fue olvidada, perdiéndose para siempre. Las crónicas de la Colonia señalan que los indios encomenderos hablaban quechua o aymara. Jamás se menciona a algún indio hablando otra lengua. Ni los changos de las costas ni los calchaquíes o colla de los valles hablaban ya su lengua. Este hecho podría deberse a la aculturación que sufrieron estas poblaciones por parte de las conquistas incas y españolas, adoptando dichas lenguas (a modo de una lingua franca) para comunicarse entre ellos y con los señores incas o españoles.


“(...) el indio octogenario Felipe Cupichón, de la encomienda de don Juan Bravo de Morales, (...) el indio Lorenzo Betero de la encomienda de don Fernando de Aguirre y Cortez, que a la edad de 76 años aún no había podido aprender el español, por cuya razón prestó su declaración en quichua, la cual fue traducida por uno de tantos ladinos en esa lengua; el indio Salvador Tamango, compañero de encomienda del anterior, de 52 años (...)”.

(Alegato de Juan de Cisternas por derecho a tierras de Potrero Grande, año 1677)


Como lo señala Ampuero (1986; 27), toda la tradición cultural se esfumó. Eso implica la lengua, la religión, sus costumbres sociales y su forma de vestirse. Lo único que ha logrado llegar hasta nuestros días es su cerámica altamente decorada, sus artefactos de cobre y sus prácticas mortuorias. Pero de las diversas lenguas o dialectos que encontró Vivar a su paso, nada queda.

Es realmente sorprendente que no haya quedado prácticamente ningún vestigio de la lengua diaguita, apenas unos cuantos casos de toponimia. Una investigación realizada por Carvajal (1987), mostró en el valle de Elqui un predominio de topónimos quechuas (39,66%) y mapuches (27,27%). El porcentaje de topónimos de origen diaguita fue sólo de un 1,18%. Sin embargo, hubo un 23% de topónimos no identificados, en el cual podría haber algunos de origen diaguita. Pero el desconocimiento de esta lengua ha impedido estudios de toponimia más acabados.


VI. Glosario de términos de uso común entre los collas.
.
Un periodista de Potrerillos, Ricardo Ponce Castillo, autor del único testimonio escrito de las ceremonias collas, anota el siguiente vocabulario usado por los collas de ese sector de la Región de Atacama.

Acullico : Porción de hojas de coca para mascar.

Apacheta : Montón de piedras, formado y acrecentado tradicionalmente por los viandantes, en lo más alto del camino como ofrenda a la Pachamama.

Añapa : Choca rápida o comida de viaje. Es una tortilla de algarroba molida mezclada con harina tostada. Se le conoce también como patay.

Caspiche : Hierba cordillerana usada para construir corrales o cercos

Vidala : Forma poético musical que se verifica durante algunas ceremonias.

Bahuala : Forma poético musical que se verifica durante algunas ceremonias.

Callapo : Protección de saco blanco usado por los mineros como camiseta para protegerse del sol.

Cachila : Cazuela de chinchilla, que se prepara con granos de cháncua (maíz pelado apenas quebrado) y papas.

Chasna : Colchón hecho con tres cueros de cordero, curtido y con frazadas tejidas con lana natural.

Illa : Rito sagrado que consiste en sacrificar a un animal. Este es degollado sobre una mesa o una piedra plana, evitando que la sangre caiga al suelo. También así se llama al animal más atesorado del piño.

Llijta : Substancia preparada mediante la incineración de elementos vegetales como hojas, tallos, etc, de algunas hierbas.

Noque : Cuero de cabra usado en el proceso de preparación de mantequilla, usado como filtro del último suero de la cuajada.

Puyo : Cubrecamas. Es una manta gruesa tejida y colocada sobre las frazadas. Los confeccionan las mujeres en telares artesanales. Puyo también se denomina al poncho tejido con lana gruesa y torcida.

Tacana : Pala de madera, usada para apretar el tejido en el telar.

[1] Los cerros aledaños a la ciudad de Copiapó están plagados de senderos que se han utilizado desde tiempos inmemoriales, por cateadores y pirquineros y, antes, por caravanas de llamas y otros animales, desde y hacia los diversos pueblos andinos.
[2] En la fiesta de la Virgen de la Candelaria, el Baile Chino N° 1 y 2 utiliza pifilkas de origen mapuche, que demostraría la presencia pikunche en la zona, al momento de la llegada de los españoles.
[3] El apellido Jerónimo provendría del sector Aguada Pastos Largos, Salta, Argentina. Don Eustaquio Inocencio Jerónimo fundó esta numerosa familia en Chile, hacia 1877.
[4] El arqueólogo Miguel Cervelino, director del Museo Regional de Copiapó, no reconoce la existencia de una etnia en la comunidad conocida como colla, pues afirma que el ritual y ceremonialismo que presentan, es una sospechosa mezcla de elementos aymaras, quechuas, e incluso mapuche. El suscrito también es testigo de la escasa “etnicidad” de dicha gente. En una oportunidad, al consultarle a un integrante de la comunidad colla, por qué, siendo de apellido González Bordones, se consideraba colla. Respondió esta persona que unos parientes le habían contado que sus abuelos habían nacido en dicha quebrada y que se dedicaron a la crianza de animales y porque le parecía haber oído que el apellido Bordones lo llevaban gente de procedencia indígena. Por eso se había integrado a las agrupaciones indígenas.
[5] Cabe recordar que, incluso, la bocamina principal de la mina subterránea destruyó parcialmente el Camino del Inca, que cruza la zona, cortándolo en dos partes, hoy desconectadas.
[6] Desde el año 1993, la comunidad colla de Potrerillos está trabajando en el rescate de su identidad como cultura indígena. Lamentablemente, la falta de ancianos y de transmisión cultural han mermado considerablemente su acerbo cultural, exhibiendo un ritual y un ceremonial pobres con evidentes préstamos de otras culturas andinas.
[7] También crían burros. Si uno se interna por los parajes donde tienen sus rancheríos, es común ver piaras de burros semi salvajes pastando en las orillas de los ríos y vegas. En las calles de Copiapó, es tradición la longaniza de burro, que se vende larga y enrollada como una soga.
[8] Estas celebraciones están fuertemente influenciadas por el We Tripantu mapuche y el Inti Raymi quechua.
[9] El cacique actual de los colla es conocido por el nombre de Oscar Pacho. Sin embargo, su verdadero nombre es Oscar González y hasta hace unos diez años, vivía en Potrerillos, sin tener conciencia de tener ascendencia indígena. El es el responsable del ritual y ceremonialismo que actualmente practica la comunidad colla. Muchos lo han acusado de inventarlas.

martes, noviembre 27, 2007

Poesia Popular de Atacama II


Julio Rojas M.


A través de los romances que introdujeron los españoles, llegaron versos en décimas que indígenas y criollos adoptaron casi en forma inmediata. Estas décimas se recitaban y a veces se cantaban. La música que acompañaba a muchos de estos versos se transformó en bailes, como veremos más adelante.

Clave en la difusión de la poesía popular y del desarrollo de esta corriente entre los criollos e indígenas, fueron los misioneros y sacerdotes españoles. Debido al obvio analfabetismo de la población indígena y esclava, ellos aprovecharon diversas composiciones tradicionales peninsulares para enseñar y divulgar la palabra de Dios. También recurrieron a representaciones teatrales para darle un toque más intenso a sus enseñanzas. Aquellos diálogos, en la forma de auto sacramentales, junto al vocabulario popular, se arraigaron profundamente en el criollo chileno. Pero no superaron a la expresión lírica, ya que por su simplicidad, se adaptó mejor a la idiosincrasia del chileno.


“(...) han probado ponerles las cosas de nuestra santa fe en su modo de canto y es cosa grande el provecho que se halla, porque con el gusto del canto y la tonada están días enteros oyendo y repitiendo sin cansarse. También han puesto en su lengua composiciones y tonadas nuestras de octosílabos y canciones de romance (...) y es maravilloso cuán bien las toman de los indios y cuánto gustan”[1].


El indio se adaptó muy bien a las formas poético musicales españolas pues, tanto en el mundo mapuche como dentro del mundo inca, había una rica tradición en el mismo sentido. Se conocen hoy numerosos cantos narrativos, tanto en lengua mapuche como en quechua y aymara, que contaban hechos del pasado protagonizados por héroes locales, cantos de tristeza, de bienvenida, de corte religioso, cantos de amor, etc. Por su parte, la organología andina es riquísima en instrumentos, cultivándose con plena vigencia desde Ecuador hasta el norte de Chile.

Sabido es que, una vez consolidada la conquista del territorio chileno, los soldados recibieron tierras y encomiendas de indios, como premio a los servicios prestados a la corona española. Los indios de encomienda debían trabajar en las tierras de estos nuevos hacendados colonizadores. También es sabido que la misión principal de las encomiendas era continuar la labor de evangelización iniciada por los misioneros jesuitas. El canto y la música fueron fundamentales en dicho proceso a lo largo de todo el país.

El indígena chileno, desde Copiapó hasta Chiloé, fue fundamental en la difusión de los estilos poético musicales españoles. Todo ese bagaje musical y poético del indígena en Chile se fusionó con la tradición española del romance, el corrido y la loga, particularmente cuando comenzaron a popularizarse las cofradías y las procesiones. Es decir, una vez que fue adoptada por los indígenas, negros y criollos, el canto y la poesía popular se arraigaron definitivamente en todo el territorio nacional.

Como resultado de esta fusión se fueron creando estilos musicales nuevos, que el criollo adoptó sin problemas, pues se sintió plenamente identificado e interpretado por ellos. En esta mutua relación entre españoles e indígenas, lo que se traspasa no son sólo canciones. También se intercambian religión, costumbres, tradiciones, leyendas; en síntesis, cultura.

Muy temprano en la colonia, las procesiones fueron adoptadas por sacerdotes e indígenas, como la mejor manera de enseñar la doctrina y de manifestar devoción. El cronista español Mariño de Lobera afirmaba que todos los domingos se formaban procesiones, con una alta participación de indígenas, que pasaban por las calles cantando cantos religiosos cristianos. Por otro lado, muchos misioneros se dieron el trabajo de aprender la lengua nativa (en nuestro caso el quechua y el mapuche), para luego traducir pasajes de la Biblia o cantos religiosos, que los indios luego aprendían y comprendían.

Desde México hasta Arauco, los misioneros aprovecharon la música y el folclore indígena para traducir la ideología cristiana. Existen traducciones de la Biblia a diversas lenguas indoamericanas, como el náhuatl (la lengua de los aztecas), el quechua (la lengua de los incas), el guaraní, el quiché (la lengua de los mayas) o el mapuche.


“(...) se dan mucho los mestizos a componer en indio estos versos y otros de muchas maneras, así a lo divino como a lo humano”.


Muy pronto las procesiones, en las que se paseaba a un santo patrono o a la virgen, se transformaron en una manifestación popular utilizada dentro y fuera del calendario religioso, en especial ante alguna emergencia que involucrara la ciudad, como una catástrofe, un ataque de indios, un terremoto, etc. Las procesiones eran practicadas tanto en las urbes como en las haciendas. En las ciudades, cada cofradía formada tenía su santo patrono o virgen al cual le rendían honores. Estos patronos eran asignados por parroquia y cada parroquia se hacía cargo de un grupo indígena específico o una nación de negros en particular. Por ende, los mapuches tenían su santo patrono y formaban una cofradía; los yoruba tenían su parroquia y su santo patrono, los aymaras, lo propio.


“(...) han cobrado extraordinaria afición a una imagen de Nuestra Señora, tanto que cuando la sacan no se saben apartar de ella y gustan notablemente de los cantares a lo divino en su lengua”.[2]


La cofradía de estudiantes acudía a la iglesia de la Concepción, la cofradía de picunches iba a la iglesia de Niño Jesús, los morenos congoleños a la del Pesebre de Belén. A cada cofradía se le asignaba un día para celebrar a su santo patrono, en la que podían bailar y cantar sus canciones, por lo general bastante festivas. Así, los esclavos congoleños hacían la fiesta de la Epifanía y la Pascua de los Reyes Magos, hoy conocida como la Pascua de Negros. En Chile, estos esclavos se caracterizaban por hacer representaciones teatrales de corte no sólo religioso sino también profano, a veces muy subidos de tono, incluyendo vocabulario soez y bailes de movimientos pélvicos.[3]

Al ver los sacerdotes el éxito que tenían la música y el canto en la difusión de la religión, comenzaron a alentarlas con ocasión de las fiestas del calendario religioso. Las ocasiones variaban desde la celebración de un santo importante como San Pedro, San Pablo o San Juan, conmemoraciones de canonizaciones, bautizos, la llegada de un gobernador o alguna otra autoridad venida de España o Perú. Algunos de los versos en dichas procesiones que aún se recitan o cantan hoy, son las siguientes:


Lucid astros luminosos
Suene su clarín el alba
Rómpase la azul cortina
Vístase el cielo de gala,
Pues de Domingo las glorias
Celebra la Trinidad Santa.

Santísima Cruz bendita
Yo te vengo a visitar
En el nombre del Señor
Los días te vengo a dar.

Solano, Padre Solano,
Rara si que es tu virtud
Porque tuvo plenitud
De espíritu soberano.


Fue tanta la popularidad de los versos, fue tal la proliferación de cofradías, que cada domingo llegaban estos grupos a las iglesias, tanto de la capital como en las provincias, a interrumpir el curso normal de las misas con cantos, bailes y toques de tambor y guitarra. Tal fue el caos desatado, que en 1763 fueron prohibidas todas las cofradías. El obispo Alday sólo permitiría de ahí en adelante música sacra y con letras que inspiraran devoción, restándole todo resabio popular al canto imperante en aquellas comparsas. Se prohibieron los villancicos burlescos en Nochebuena y las representaciones picarescas en Corpus Christi.

Con o sin prohibición, había cuartetas, sextetas y décimas para cada ocasión. Incluso, muchos versos profanos se cantaban dentro de la iglesia, camuflados entre los versos a lo divino. Las procesiones, hasta el día de hoy, tienen esa mezcla rica en matices, entre lo profano y lo recogido. En fiestas como La Tirana, La Candelaria o Andacollo, paralelo a la parte religiosa con bailes y procesiones, se forman ferias de las pulgas, cocinerías, juegos para niños y adultos.

Desde la colonia, hubo versos para la llegada de alguna autoridad política o religiosa a la provincia. Es el origen de la costumbre del esquinazo. En el primer verso, incluían el nombre de la autoridad recién llegada y le dedicaban un verso en su honor.


Oh,...
A Dios las gracias damos,
Hoy rendidos y gozosos
Este, tu amado rebaño.


Había versos que se cantaban para celebrar pascuas y Navidades:


Clarines del alba
Sirenas del mar
En ecos sonoros
Vuestra voz cantad
Festivos zagales
Venid a mi voz
Que os traigo prendida
Una nueva canción.

Sin embargo, el culto a María fue lo que más cautivó a los indígenas desde un comienzo, y luego a los criollos. Eso es lo que sobrevive hasta hoy en las fiestas a la virgen, desde Arica hasta Chiloé.


Todo el mundo en general
A voces, Reina escogida,
Diga que sois concebida
Sin pecado original.
Las mercedes de María
Alabemos sin cesar,
Pues formó con amor tierno
Su Real Orden Militar.

Tan contenta estáis de Dios
cuanto Dios de vos contento
Y hace cuenta que los dos
Alcanzáis merecimiento.


II. La Colonia.

En el caso de Chile, los documentos relacionados a la poesía popular que se conservan son escasos y rara vez se refieren a la situación fuera de Santiago. Sin embargo, no es difícil imaginar que, siendo Atacama la puerta de entrada al territorio chileno, los primeros sones de una vihuela y los primeros versos se hayan cantado o recitado en suelo atacameño, en la voz de un soldado trovador.

Hacia comienzos del siglo XVII, en el Chile colonial se cultivan versos pastoriles, moriscos, clásicos, históricos, además de coplas jocosas. Son bastante más rebuscados y toscos que los que se cultivan en otras colonias de América, como Lima y México, pero son una fuente riquísima para conocer los gustos populares en boga y el tipo de lenguaje que se utilizaba.


Amada pastora mía Agora dises que me quieres
Tus descuydos me maltratan Y luego que te burlabas
Tus desdenes me fatigan ya ríes mis tibias obras
Tus sin rrazones me matan. Ya lloras por mis palabras.

A la noche me aborreces Cuando te dan pena selos
Y quéresme a la mañiana estás más contenta y cantas
Ya te ofendo a mediodía y cuando estoy más siguro
Ya por la tarde me llamas. Parece que te desgracias.

A mi amigo me maldises Partíme una bes de ti
Y a mi enemigo me alabas llórate me ausencia larga
Si no te beo me buscas y agora questoy contigo
Y si te busco te enfadas. Con la ytuya me amenasas.


Entrado el siglo XVIII, el Abate Ignacio de Molina menciona el estilo poético musical con el nombre de paya y a sus cultores, como payadores. No se ha estudiado suficientemente el origen de este término, tan arraigado en nuestro país así como en otros de Latinoamérica. Me inclino a pensar que, debido a que la paya es una competencia (o contrapunto) de habilidades entre dos cantores, la palabra podría provenir del quechua paya, que designa al número dos.

La paya consiste básicamente en un cantor que improvisa cuartetas y décimas octosílabas, en directa competencia con otro cantor, haciéndose preguntas mútuamente. Dichas preguntas deben ser respondidas en verso, por el contrincante. Los temas de estos contrapuntos eran de diversa índole. Podrían versar sobre los cultivos y frutos de las distintas haciendas de la zona, pasajes del Antiguo y Nuevo Testamento, la naturaleza, hechos y personajes históricos, el mundo al revés, etc. Ganaba el payador que lograba hacer una pregunta que el contendor no era capaz de responder, ya sea por desconocimiento, falta de habilidad en la improvisación o por simple cansancio luego de un largo contrapunto.

Quizás el acontecimiento más impresionante relacionado al canto popular sea el muy conocido contrapunto entre el hacendado maulino Javier de la Rosa y su peón mulato Taguada. A fines del siglo XVIII, ambos eran muy famosos entre sus pares, por ser hábiles en el canto a lo humano y lo divino, ingeniosos en las improvisaciones e imbatibles cuando de payar se trataba.

Cierto día el mulato Taguada y Javier de la Rosa decidieron desafiarse a payar hasta que uno fallara o no supiese responder la paya del otro. Después de varios días en que ninguno parecía desfallecer ni quedar sin respuesta, el hacendado logra derrotar al mulato con una pregunta que sólo podía responderse con ingenio y picardía. Taguada se quedó callado, sin poder dar con una rima que respondiera la pregunta de su patrón. Al verse derrotado, el mulato se retira a su hogar, se clava un puñal y muere. Por fortuna, cada detalle de esta payada ha podido reconstruirse, casi por completo, gracias a la tradición oral que la conservó en la memoria colectiva de los cantores contemporáneos, y gracias al trabajo de diversos estudiosos del tema[4].

La aparición de este tipo de cantor popular coincide con la edificación de centros urbanos, primero en el valle central y luego en el resto de las provincias, a partir del siglo XVIII. La poesía popular también comienza a distinguirse entre la urbana y la campesina. La tradición de la paya tendría un origen más campesino que urbano, y era acompañado de guitarrón o rabel. Asimismo, nacen otras vertientes de la poesía popular, como la femenina, representada por las cantoras (por lo general dos o tres) que interpretan el arpa, el pandero y la guitarra. Las cantoras interpretan principalmente tonadas y cuecas; los hombres, se dedican a las décimas a lo divino y a lo humano.

Por otro lado, era común hacer representaciones teatrales con temas religiosos que incluían canto popular. Los misioneros jesuitas las organizaban en la Iglesia de la Compañía y otras misiones de provincia, en donde se cantaba a lo divino, con música tanto docta como coloquial, como se le llamaba entonces a las manifestaciones populares.

Varios historiadores hacen mención de algunos asistentes a dichas representaciones que reclamaban por el lenguaje soez, por considerarlo poco decente. Reclamaban que, siendo una obra donde se trataban temas de la Biblia, los asistentes no salían llenos de devoción y espiritualidad, sino que salían riéndose luego de pasar un rato de diversión popular. Era común intercalar romances que poco y nada tenían que ver con la religión.


Los españoles tiranos
A Arauco domar quisieron
Y sus sepulcros hicieron
En estos valles ufanos
Los Araucanos.
Pretendieron Villagrán
Y Valdivia la victoria
Pero quitóles la gloria
Caupolicán.
[5]


El auge de esta poesía popular comienza a mermar al adentrarnos en el siglo XVII entre los encomenderos y los sacerdotes. Ya el encomendero comienza a querer diferenciarse del pueblo criollo, prefiriendo cultivar y leer poesía más culta y docta. Lo mismo sucede en sus gustos musicales. Ya no compone ni tampoco recita, ni siquiera evangeliza con romances y coplas. Las encomiendas comienzan a corromperse y parecerse más a una esclavitud camuflada, muy diferente a la misión evangelizadora para la cual nació.

Sin embargo en las haciendas, el campesino conserva en su memoria todas aquellas composiciones peninsulares, convirtiéndolas de ahí en adelante, en su tradición oral por excelencia. Con dicha tradición comenzará a componer, a repetir constantemente los cantos que heredó de los españoles, a transmitir lo que tan hábilmente conservaba en la memoria y a hacer variaciones sobre esos estilos europeos, creando nuevos estilos.


“En cuanto a la poesía popular, que el público más culto todavía suele escuchar en sus tertulias y, a veces, en el teatro donde es intermedio obligado, especialmente durante el siglo XVIII, poco a poco pierde todo valor artístico y se vuelve estereotipada y sofisticada”.[6]


Los primeros bailes que se ejecutaron y bailaron inmediatamente después de la conquista, fueron la zarabanda, la chacona, la gallarda y el agua de nieves. Los bailes de origen español tenían un compás de dos por cuatro, de carácter vivo y acelerado como el pasacalle. Eran normalmente acompañados por el canto de coplas octosílabas de cuatro o cinco versos, al estilo de la jota de Aragón y de Navarra.

No tardarían mucho en aparecer coplas llenas de picardía y sabor popular, una vez que los bailes salieron de las cortes y salones elegantes. Al adoptarlas el pueblo llano, las coplas y los bailes tomaron un sabor diferente.


Antenoche me confesé Estaba Marote
Con el cura de Santa Clara; en la pulpería
Me mandó por penitencia tomando aguardiente
Que la firmeza bailara. De noche i de día.

A la huella, huella Vamos al Prado,
Hulla sin cesar, que hay mucho que ver
Ábrase la tierra muchachas bonitas
Vuelvan a cerrar. De buen parecer.

Chacarera de mi vida
Chacarera del Tendal
Sé que tienes buena cama
I no me dejas dormir.


A grandes rasgos, se puede afirmar que son cuatro las manifestaciones poético musicales que han originado la inmensa mayoría de las expresiones folclóricas de nuestro país. De estas surgen los más populares bailes, ritmos y cantos que gozan de diversos grados de vigencia, tanto en el país como en la región de Atacama. Se trata del romance (y su prima hermana la copla), el corrido, la loga y, de posterior ingreso, la zamacueca.

El romance fue una de las manifestaciones populares que más destacaban entre el acervo poético musical de conquistadores y misioneros españoles. Se trata de una forma lírica que se puede recitar o cantar acompañado de un instrumento. Sus temáticas eran principalmente caballerescas, relatando hechos heroicos o trágicos de soldados españoles luchando por la iglesia y por la corona española. El romance fue casi inmediatamente adoptado y adaptado por los poetas populares criollos, como una forma que les acomodaba para contar historias, transmitir valores y moralejas didácticas.

Sin darse cuenta, los poetas populares criollos ayudaron así, a preservar historias de caballeros y princesas de la época medieval que, con ciertas modificaciones propias del paso del tiempo, además de la visión criolla, han llegado hasta nuestros días. Por otra parte, muchos musicólogos afirman que el romance es el más seguro origen de nuestra tonada, debido, más que a la forma musical, a la temática y a su carácter amenizador de veladas familiares, fiestas comunitarias, incluso funerales campesinos.

Si bien el romance está casi perdido en Chile, siendo pocos ya los cultores que recuerden los antiguos, hay cierto tipo de romances que aún gozan de buena salud. Es el caso de los que adquirieron con el tiempo un carácter más lúdico y recreativo, como las rondas infantiles. Estas no son sino deformaciones de antiguos romances españoles, a menudo trágicos, que los niños han aprendido generación tras generación, hasta extraerle los aspectos más dramáticos de las historias que narran, dejando sólo la parte festiva y recreativa. Ese es el origen de rondas como Manseque, Mandandirun Dirun Dan, Arroz con leche, Mambrú, Alicia va en el coche, Los tres alpinos, por nombrar los más conocidos y que no parecen pasar de moda.

Entre los romances que aún sobreviven entre Atacama y Chiloé, se puede mencionar El Huaso Perquenco, El Romance de Delgadina y el Romance del Conde Flores. Estos versos estaban escritos en la forma de diez versos octosílabos. Es lo que se conoce como la décima espinela. El nombre recuerda al poeta que la difundió e hizo conocida, Vicente Martínez Espinel. Juglares y trovadores peninsulares difundieron la décima espinela y los romances en todas las colonias americanas. Hoy en día, los países donde mejor ha sobrevivido son México, Venezuela, Perú, Chile, Uruguay y Argentina.

La copla, por su parte, es una forma poética hecha en forma de cuarteta, donde como mínimo, debe rimar el segundo y el cuarto verso, sin importar que rimen el primero con el tercero. Antiguamente, una variedad de copla hacía rimar el primer y tercer verso, sin importar que rimaran el segundo con el cuarto. No siempre han tenido acompañamiento musical, pudiendo recitarse entre pies de cueca, para amenizar la fiesta, el asado o cualquier otra actividad de carácter festiva. Su tono es casi siempre jocoso y pícaro. La cultura popular más contemporánea, sin embargo, la ha tornado más seria, hasta incluso llegar a contar las tribulaciones de la vida.

Las primeras coplas enteramente chilenas que se conocen fueron bastante sencillas, breves, con temáticas principalmente belicosas o festivas, siempre llenas de picardía. Pronto, al desarrollarse la cultura criolla y mestiza, se desarrolló también la temática, volviéndose más reflexiva y filosófica, incluyendo versos por penas de amor, versos a lo divino por las santas escrituras o el canto a lo humano con recuerdos doloridos.

Así han llegado hasta nuestros días las tonadas, las décimas y las cuartetas populares. El viajero francés Francois Magrin de Colligny registró la siguiente copla que se cantaba entre una y otra zamacueca de Lima, durante los festejos del día de la independencia, a comienzos del 1830.



Anda, dile a tu madre
Que t’empapele;
El galán que te quiso
Ya no te quiere.


Junto con los romances se difundieron otras formas poético musicales como el corrido y la loga, aunque gozaron de menor popularidad. Se trata de breves narraciones en verso acerca de hechos cotidianos que le acontecen al hombre de pueblo. Se diferencian entre ellos sólo en la temática.

El corrido es bastante parecido al romance y la loga. Contiene más retórica y una mayor cantidad de figuras literarias para describir el sentir amoroso. La costumbre de la serenata en España y Portugal se hacía con corridos, pues es el tipo musical específico para cantarle a la mujer amada. En sus versos, a la mujer se le trataba con delicadeza, alabando sus bondades y belleza. De ahí el origen del dicho “tirar los corridos”, o sea, lanzarle a la mujer versos de amor. He aquí también el origen del esquinazo y los piropos, costumbres muy comunes a ambos lados de la cordillera de Los Andes. A continuación citaremos algunos ejemplos de corridos muy antiguos recopilados en Chile.


Si caigo a tus pies orando Si no me aas como te amo
Déjame niña, que así, dulce bien, dímelo luego;
Pase la vida rezando con engaños y esperanzas
De rodillas junto a ti. No alimentes este fuego.

Un solo instante te ví
Y a fuego tocó mi amor
Pues tus ojos encendieron
Mi dormido corazón.


El tercer género poético musical es la loga. El origen de esta palabra está asociado al vocablo loa, que significa alabanza. La loga es un poema, generalmente bastante rústico, que se suele decir en fiestas populares y familiares campesinas. Dichos versos, a veces alaban las virtudes del anfitrión o anfitriona, algún parroquiano ilustre o invitado especial. También las logas sirven para divertir a la concurrencia, hablan de ponderaciones y versos por el mundo al revés, términos con los cuales se conocen las exageraciones de la naturaleza que rodea al poeta.

Todos estos versos tienen como único interés entretener a la concurrencia y agradecer las atenciones de los dueños de casa. La loga sería el antecedente de las cuartetas y las coplas por diversión, los versos por ponderación y por el mundo al revés. Por lo general, se utilizan los animales, a los que se les asignan características humanas para expresarse. He aquí algunos ejemplos del folclore chileno.


En el centro de la mar Las chiquillas no me quieren
Hay canarios y camarones; porque no tengo calzones;
Y en los bigotes de un viejo pero mañana me pongo
Hacen nido los ratones. uno de cuero ‘e ratones.


En Chollay, al interior del valle de El Tránsito, en la provincia del Huasco, recogimos de Rubén Ramos Ardiles, la siguiente loga, de la tradición del mundo al revés. Hoy por hoy, la mayoría de las logas antiguas sobreviven en tonadas y cuecas que se entonan, especialmente en localidades apartadas de los centros urbanos, protegidos de influencias externas.


Las culebras con chaleco
Los sapos con paletó;
Los lagartos con cadenas
Los ratones con relój.
NOTAS

[1] Informe del Padre Agustín de Acosta.
[2] Dölz, Inés. Origen y desarrollo de la poesía tradicional y popular chilena... Stgo. Editorial Nascimento, 1984; p. 27. Cita documentos jesuitas de Juan Darío y Horacio Morelli.
[3] Estas representaciones son una reinterpretación de los Auto Sacramentales enseñados por los misioneros jesuitas. Hoy sobrevive la tuntuna en el valle de Azapa, que adorna histriónicamente cada pie de cueca con diálogos picarescos. Las personas salen a escena pintados de negro con labios gruesos pintados de blanco gritando desordenadamente.
[4] Valderrama, Adolfo. Bosquejo de la poesía popular chilena. Stgo. Imprenta Chilena, 1866. Además, el cantor popular Nicasio García reconstruyó el grueso de este contrapunto, a través de un trabajo de campo de recopilación de la tradición oral. El fruto de este y otros estudios, dio pie para que a fines de la década de 1960, la Universidad de Chile hiciera una versión teatral de esta singular competencia de versos, cuyo registro sonoro se conserva en dicha casa de estudios.
[5] Muchos de estos versos están incluidos en Romancero General. Madrid, 1604. Estos incluían romances populares en el Nuevo Mundo, desde México hasta Arauco.
[6] Dölz, Inés. Op. Cit. Santiago, Editorial Nascimento. 1984, p. 101.