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miércoles, octubre 03, 2007

La Cultura Minera (Julio Rojas M.)


INTRODUCCIÓN


Ganadora del Premio "Cronicas Regionales " del Ministerio de Educacion y el Fondo Nacional del Libro. 1999.

1. La cultura minera.

Siempre es difícil penetrar en la cultura de un pueblo, por más tiempo que se le dedique a la observación y a la investigación. Siempre hay influencias que permean la vida de una comunidad o un grupo humano, marcando su pensamiento, su visión de mundo, sus costumbres y su carácter. Las sociedades son entes dinámicos e interactuantes, no mundos aislados de otros.

Ello es patente, sobre todo en el presente, cuando los medios de comunicación nos bombardean con información instantánea de distintos rincones del mundo. Tanto, que es factible decir que hoy sabemos más acerca de lo que pasa en Irak y la guerra, en la franja de Gaza con la contienda judío-árabe, en Corea y Singapur con las bondades del crecimiento económico, en Italia con sui torneo de fútbol, que lo que sucede en nuestra propia vecindad y con nuestros propios vecinos.

Los nuevos tiempos requieren que el etnólogo sea el espejo de la comunidad, el grupo humano más cohesionado, más férreamente unido, social y culturalmente hablando. La comunidad es aquel grupo humano cuyo ethos cultural es más claramente reconocible, pues comparte una historia, un lenguaje y un conjunto de costumbres y tradiciones comunes.

El grupo que nos ocupa aquí es la comunidad minera que habita la región de Atacama, cuna de la minería chilena. Sostenemos que el minero atacameño es una comunidad homogénea con un ethos que la caracteriza. Uno de los factores que ha ayudado en la conformación de dicha comunidad es, sin duda, una actividad económica que nació con ella y que se ha mantenido a través de los siglos.

A pesar de las dificultades detalladas más arriba, hay ciertas constantes que en una comunidad se conservan a través de los años. En especial en una sociedad como la atacameña, que no ha variado mayormente la manera de ganarse el sustento. Constantes que, sin duda, han permanecido debido a que los recursos naturales del atacameño y su forma de mirar el mundo, tampoco han variado significativamente.

La agricultura, el comercio y hoy por hoy las empresas de servicios, no han podido desplazar a la minería como fuente principal de ingresos del habitante de esta región. Por otro lado, dentro del rubro de la minería, las grandes empresas multinacionales, los grandes capitales extranjeros y las cíclicas crisis del sector, tampoco han podido desplazar del todo al pequeño y mediano minero o al pirquinero. Las grandes empresas mineras no han hecho sino repetir el modelo antiguo subsidiante de la vida del minero. Subsidian sus, poblados, sus viviendas, la educación de sus hijos, la salud de ellos y su familia, entre otras cosas.

Todavía se ven por los cerros, internándose por el desierto, a hombres solitarios buscando la veta esquiva. Son los pirquineros y los mineros de pequeña escala que persisten silenciosamente y en precarias condiciones, con tecnología del siglo XIX, cateando y picando cerros y piques con un bagaje de conocimiento adquiridos en la práctica y por tradición oral. Pasan meses en solitario entrando y saliendo de un pirquén, todavía utilizando el capacho y la fuerza bruta, para bajar a sus hogares con el fruto de su trabajo.

El autor conoció a varios de estos pirquineros y pequeños mineros que mantenían a una familia en bastante mejores condiciones que cualquier familia de la clase obrera de otras ciudades, incluida Santiago. Sus hijos estudiaban carreras universitarias como ingeniería y leyes, en ciudades como Antofagasta, La Serena y Santiago. La pobreza, tal como se ve en el sur es definitivamente diferente a la pobreza de una ciudad minera.

Atacama es la región minera de Chile por tradición de larga data. Aquí nació la minería como industria. Nació el minero como actor social criollo: el obrero y el empresario. Los mineros atacameños actuales mantienen ese espíritu independiente de todos aquellos seres silenciosos que transitaron el desierto, los cerros, quebradas y valles de la región en siglos pasados, desde que Chile nació como república: el antiguo minero, el cateador y el arriero que transportaba leña con su piara de burros, hombres que hacían las labores de aplaneo antes de la era del ferrocarril.

Hoy Atacama explota sus riquezas con alta tecnología; la piara de burros se ha transformado en flotas de camiones que circulan desde y hacia los puertos de la región. Hoy, el barretero trabaja con perforadora mecánica y explosivos. El apir ha sido reemplazado por palas mecánicas. Hoy, el canchaminero acciona desde una torre de control el chancado del mineral. Pero tales operarios, camioneros y agentes portuarios, barreteros y apires de hoy, se enfrentan a su entorno de manera similar a como lo hacían sus antecesores, en un ambiente social que aún conserva ciertas similitudes con el pasado.

Un segundo factor que ayuda a conformar una comunidad, es la cultura que construye para sí y que la identifica. Esto es, una forma particular y propia de aprehender el mundo que los rodea; una manera particular y propia de enfrentarlo y buscar soluciones a los problemas que dicho entorno les plantea.

Sostenemos que la cultura minera existe, manteniéndose a través de los años en el minero actual. La manera de pensar, de vivir, de divertirse, de crear, es una constante que caracteriza al minero de hoy, de la misma manera que caracterizó al minero de épocas anteriores. Constante que fue creada por ellos mismos cuando los primeros hombres, verdaderos pioneros, se avecindaron en la actual región de Atacama para trabajar en los ricos yacimientos que comenzaban a descubrirse, especialmente a partir del siglo XVIII.

El objetivo del presente trabajo es pesquisar aquella constante que aún persiste en el atacameño de hoy y que conforma su cultura minera. Sostenemos que, aunque la forma haya variado (nueva tecnología, nueva manera de explotar los yacimientos, vetas con riquezas menos espectaculares, además de influencias externas) el fondo persiste. La cultura minera conserva su sello. Y la conserva principalmente en el carácter del minero atacameño actual.

Principalmente interesará aquí, la visión de los propios atacameños, aquella que habla de ellos mismos. Los documentos y fuentes ajenas o externas se utilizaron apenas para complementar aquella visión que el atacameño tiene de sí mismo. Intentamos pesquisarlo en los sucesos registrados por su prensa y sus editores. En la historia registrada por sus historiadores. En los productos culturales elaborados por sus propios cultores. En la industria creada por sus propios empresarios. En las ciudades inventadas, desarrolladas y, muchas veces, abandonadas por sus propios habitantes. En sus fiestas y en sus bailes. En su manera de hablar. En síntesis, en todo producto cultural creado por los mineros desde el nacimiento de la minería como industria.

Se utilizaron fuentes primarias e historiográficas para describir el periodo de nacimiento de la industria. Entre las primarias, están los relatos de viajeros que fueron testigos del periodo descrito en este estudio: Paul Treutler, Domingo F. Sarmiento y Vicente Pérez Rosales. Entre los cronistas más técnicos, utilizamos los testimonios de Ignacio Domeyko, Francisco San Román, Enrique Fonseca, William Wheelwright y Benjamín Vicuña Mackenna,.

Dentro de estas fuentes primarias, la prensa local siempre fue un espejo que fielmente reflejó el pensamiento del atacameño, en la crisis y en la bonanza. De particular interés resultan las crónicas costumbristas de José Joaquín Vallejo y otros pioneros del periodismo regional. Finalmente están los historiadores atacameños. Tanto los contemporáneos como los del siglo XIX ayudaron a preservar la memoria socio-histórica de Atacama: Carlos M. Sayago, Luis J. Morales O. y Oriel Alvarez Gómez.

2. El carácter independiente.

Desde el momento mismo de la fundación de la villa de San Francisco de la Selva de Copayapu, se vislumbró la constante a la que aludíamos más arriba. Antes de fundarse como tal, Copiapó ya existía. Una aldea pequeña, con su plaza y sus conventos que giraban en torno a su única razón de ser: sus pequeñas minas, de oro, plata y cobre. Y, en la primera mitad del siglo XIX, el ethos minero comenzó a hacerse evidente.

Un pueblo que se hizo solo, prácticamente sin subsidios gubernamentales. Su carácter de provincia fronteriza y la distancia que la separaba de la capital de la naciente república, hacían imposible demasiada dependencia del poder central. Se creó lo que algunos autores llaman precisamente una cultura de frontera . Sus habitantes fueron los pioneros que la construyeron para sí.

Es decir, campamentos mineros donde nada había y estaba todo por hacerse. Placillas mineras sin reglamentos, surgidas casi sin planificación, cuyos habitantes eran difíciles de domar. Lugares donde el juego, la prostitución y las riñas callejeras parecían ser la única ley y organización posibles.

Supo esta región explotar las riquezas minerales que abundaban. Y vivió durante su primer siglo de vida una sencilla vida de villa, siguiendo los vaivenes de la actividad minera a pequeña escala, con contadas excepciones. La corona española o el estado chileno pocas veces invirtieron en los recursos de la provincia ni subsidiaron su incipiente industria. Pero Atacama siempre contó con hombres y mujeres visionarios que supieron a tiempo hacer el esfuerzo por el progreso propio y el de la provincia.

Atacama creó la primera economía capitalista, autónoma y descentralizada de la nación. La minería se explotaba y se comercializaba sobre la base de un mercado local libre, hasta las últimas décadas del siglo XIX. Fue siempre una región económicamente autosuficiente. Habitada por gente que, por la naturaleza de su oficio, trabajaba sin pedirle nada a nadie. Eran empresas familiares que, gracias a la abundancia y a la alta ley de los minerales, lograron el capital suficiente para consolidarse en el mercado local y mundial. De hecho, hacia 1870, Chile llegó a ser el productor de cobre más grande del mundo, sin que hubiese una política de estado al respecto, como sucede en la actualidad.

En eso parecen coincidir todos los estudios consultados . Atacama pudo sustentarse y construirse gracias a filones superficiales y abundantes de mineral nativo o de muy alta ley, aunque explotados con una excesiva fragmentación de la propiedad minera.

“Durante el siglo XIX (...), la minería encabezaba la transición a la producción industrial capitalista”.

Los empresarios locales sin duda fueron los responsables del devenir de la región, de su progreso y desarrollo. Aquí se crearon las primeras fortunas chilenas y, de ellas, surge la aristocracia criolla. No es extraño entonces, sucesos como los de enero de 1859, donde uno de los hijos dilectos de la provincia, perteneciente a una de las familias de más tradición y riqueza, se levantara en armas contra el gobierno conservador establecido, para defender los intereses regionales (y, sin duda, también los propios). La minería y la política (en síntesis el poder) siempre estuvieron estrechamente ligadas. Pero con poca cabida a posiciones demasiado conservadoras, en el caso de Atacama.

Los aportes fiscales para la provincia de Atacama fueron siempre mínimos y, a través de estas páginas, daremos testimonio de aquello. No estamos diciendo que nunca hubo aportes fiscales. Lo que afirmamos, y lo que los diversos testimonios históricos así indican, es que se solía solicitar el aporte gubernamental. Pero los atacameños jamás esperaron demasiado a que éstos llegaran. Siempre encontraban los dineros necesarios entre las familias más poderosas de la provincia, que no dudaban en hacer su aporte para el desarrollo de sus ciudades. Los vecinos menos pudientes también aportaron a través de créditos especiales y mano de obra para la realización de algún proyecto de interés público.

El estado comenzó a pensar en una minería nacional (estatal), sólo a partir de la reforma del Código Minero, en 1888, que propició subsidios a través de la Caja de Crédito Minero (CACREMI). Ello coincidió con la crisis de las empresas familiares fragmentadas y la inserción de capitales extranjeros, cuando Inglaterra y Estados Unidos superaron a Chile en la producción y en la propiedad de los recursos mineros.

Cuando los dineros fiscales llegaban, muchos proyectos urbanos de la provincia ya estaban en marcha y sólo sirvieron para aligerar la carga de los empresarios que lo habían financiado. En casos como el ferrocarril, lo único que llegó fue el decreto presidencial que lo permitía, además de la concesión de los terrenos fiscales donde ya se había colocado la vía férrea. Nunca fue necesario otro aporte. Los socios capitalistas de Atacama se bastaron para llevarlo a cabo y hacerse cargo de su administración, hasta la creación de la Empresa de Ferrocarriles del Estado .

Pero dicha ventaja inicial se iba a revertir en las dos últimas décadas del siglo XIX, debido a que toda la red ferroviaria de Atacama era privada, para servir a determinada empresa minera. Las demás debían pagar fletes a precios cada vez más altos para transportar sus productos al puerto. La solución fue la construcción longitudinal de un ferrocarril estatal, quedando las líneas pioneras como simples troncales.

Volviendo al punto inicial, observemos cómo la prensa atacameña de mediados del siglo XIX expresaba esta constante a la que nos hemos referido. Entre resignada y orgullosa, una editorial de un diario de Copiapó demostraba estar consciente de este espíritu individualista y emprendedor :

“Es digno de notarse que Copiapó, el único pueblo de la república que por el desarrollo de la industria, i por su propia riqueza ha llegado a elevarse sobre sí mismo, no haya merecido de los gobiernos un debil apoyo, o por lo menos un ausilio para continuar su marcha de progreso.

“Copiapó es casi el único pueblo de la República que satisface por sí solo todas sus primeras necesidades, produciendo al erario una suma bastante considerable por la esportación de sus pastas i por las contribuciones de que está grabada su industria”.


Los ejemplos que se pueden sacar a relucir de este desamparo de parte del gobierno central y la resultante actitud de autogestión regional son muchos y bastante elocuentes. Así lo puntualiza la misma editorial:

“El hospital se ha logrado llevar a su estado actual a fuerza de contribuciones i limosnas. El cementerio se ha concluido a fuerza de erogaciones de los vecinos. La [iglesia] matriz debe también sus escasos recursos a la gratitud pública”.

Y, en otra parte, afirmaba que en las grandes minas “tanto la policía como los subdelegados los pagan los vecinos, cosa que no sucede en ninguna otra parte”. Con justicia, entonces, se quejaba el director del mencionado periódico, cuando exclamaba:

“Estas obras que en todos los pueblos del mundo son construidas a costa del gobierno, solo le han merecido en Copiapó una cantidad de mil o dos mil pesos para su ausilio (...). Copiapó produce al erario, mientras que en los demás pueblos el erario tiene que desembolsar sus cantidades para sostenerlos (...) i, sin embargo, el gobierno jamás dispensó una concesión a Copiapó (...).

“No sería mas justo que el pueblo industrioso de la República, que el pueblo entusiasta i emprendedor mereciese esta debil recompensa, en cambio de sus productos, que no aprovecharse de nuestro espíritu público para no abandonarnos a nosotros mismos, cuando mas necesitamos de una fuerza superior que nos ausilie”.


Este espíritu que dominaba la vida y el desarrollo de la ciudad de Copiapó y la de otras ciudades de la provincia, fue en su momento llamado espíritu de asociación, que en lenguaje moderno llamaríamos iniciativa privada, autogestión y autonomía, la base de una economía descentralizada. Dicha condición única es sin duda sobresaliente, en un país tradicionalmente centralista, en que todo emana y surge desde Santiago y desde el estado.

Atacama fue sin lugar a dudas, una provincia capaz de aunar fuerzas para lograr sus propósitos de desarrollo. Tuvo la fortuna de contar con grandes yacimientos minerales que siempre le reportaron gran vida y riqueza a su sociedad. En la gran mayoría de las empresas que se acometieron, los capitales surgieron, ya de la solvencia de los ricos hacendados y empresarios mineros, ya de la solidaridad de un pueblo que quería ver progresar a su ciudad.

En aquella época, esto se veía sólo en Valparaíso, aparte de la capital. El sólo título de puerto principal de la nación le daba a Valparaíso su dinámica de desarrollo. Santiago, la capital centralizaba las riquezas que producía el país de extremo a extremo. Es decir, entre las provincias de Coquimbo y Concepción .

El estado destinaba algunos recursos al desarrollo de nacientes centros urbanos en plena nación de los reticentes mapuches, como Temuco, Valdivia y la zona de Chiloé. El resto de los recursos quedaba para las demás provincias.

Pero en Valparaíso y Copiapó se generaban recursos propios, fruto de las actividades económicas que ambos polos desarrollaban de manera exclusiva. La actividad portuaria, bancaria y comercial de Valparaíso era tan fuerte que disputaba palmo a palmo con Callao el título de puerto más importante y activo de las costas del Pacífico. A su vez, la actividad minera de Atacama, el departamento más rico en oro, plata y cobre del país, fue el germen de un polo de desarrollo único en la historia de Chile, por las cantidades de dinero que reportaba la exportación de dichos metales.

Ambas ciudades crecieron casi sin necesitar de la asistencia paternal del estado. Ambas ayudaron a generar las primeras fortunas netamente criollas. Dichas fortunas ayudaron a desarrollar la agricultura, en las antiguas haciendas que dejaron los españoles luego de la independencia. Y el estado empobrecido durante las dos primeras décadas como República, se fortaleció gracias a los ingresos que generaban Valparaíso y Copiapó, logrando pagar su deuda externa. Ello le permitió luego concentrarse en modernizar sus principales ciudades con adelantos como el alumbrado público y el ferrocarril longitudinal.

“Lo poco bueno que tenemos consiste en nuestro carácter. Esa especie de independencia que nos retrae del gobierno o mas bién dicho, ese desengaño que nos convence de que nada hemos de sacar de provecho de sus relaciones, es el que nos impele a buscar nuestro apoyo en otra parte, en nosotros mismos.

“Ante todo digamos que al espíritu de asociación se debe las empresas de canalización del Marañón y Quebrada Honda en el Huasco, que producirá los beneficios de la agricultura en una inmensidad de terrenos agradecidos (...).

“Digamos también que le Ferrocarril entre Copiapó y Caldera, la obra de mayor importancia en la república, se deberá al espíritu de asociación.

“En Copiapó no se hace nada, o lo que se hace se hace entre muchos. Tenemos en nuestro modo de ser el espíritu de asociación. Todas las empresas que se acometen se realizan por acciones locales.

“Nada se hace entre nosotros bajo la dependencia o influencia del gobierno, que jamás entra para nada en nuestros cálculos, y esta especie de emancipación en que nos hemos constituido por nuestra riqueza nos da casi siempre la seguridad del éxito” .


En efecto, Atacama exhibe muchos ejemplos de autogestión y descentralización al momento de solucionar sus problemas. El artículo menciona los trabajos de canalización del valle del Huasco para el regadío de los predios del valle del Huasco. Se trata del primer canal de regadío hecho en el valle. La comunidad vallenarina comprendió la necesidad de desarrollar la agricultura, para abastecer los campamentos mineros y abaratar los insumos. Fue una obra donde aportaron todos: las autoridades locales, las familias pobres y las adineradas.

Otros casos de autogestión y autofinanciamiento son el tratamiento de aguas para surtir a la ciudad de Copiapó. Hacia 1840, las aguas del río Copiapó, dada su escasez, estaban sometidas a un sistema de turnos, tanto para uso agrícola como para uso urbano, que desviaba aguas por acequias que corrían paralelas a las fachadas de las casas de la ciudad. Dicha situación fue tratada por la Intendencia y la Municipalidad de Copiapó, adoptando medidas que apenas fueron informadas al presidente Manuel Búlnes:

“El río tiene un cauce extendido i arenoso que consume gran parte de sus aguas en toda la distancia que hay desde el punto llamado Amolanas hasta el llamado Juntas, valle arriba hacia el oriente, cuya extensión se calcula de cuatro a seis leguas. He nombrado una comisión que examine el punto i haga un presupuesto de los costos que tendrá un canal al que se reduzca el río, a fin de evitar el expresado consumo infructuoso de sus aguas; i la Municipalidad se propone llevar sobre sus hombros esta empresa” .

Con relación al tema del agua, ya en 1845, un empresario copiapino ensayaba la manera de utilizar bombas para recoger aguas subterráneas. El intendente en su informe no dejó de aprovechar la oportunidad de alabar y apoyar estos esfuerzos privados,

“(...) para tentar todos los medios de la industria i saber modernos, a fin de proporcionarse el precioso líquido, que en grandes extensiones del terreno hoy incultas, se haya a una vara debajo de la superficie de la tierra”.

Las aguas del río Copiapó constituían un constante peligro dentro de los límites de la ciudad de Copiapó. El río solía desbordarse en años lluviosos y en épocas de deshielos, poniendo en peligro a los habitantes del sector de La Chimba. El río y sus afluentes, Jorquera y Amolanas, fueron canalizados hacia fines del siglo XIX. Finalmente, en 1890 se construye el Acueducto Amolanas, para servir a los parceleros del valle. Sus ruinas se yerguen hoy, un tanto abandonadas, a un costado del más moderno Tranque Lautaro, como un mudo testimonio del esfuerzo regional.

Hacia 1846 el puerto de Copiapó, en la desembocadura del río Copiapó, si bien tenía una exigua población de poco más de 500 habitantes, creó sus propias escuelas, sin la asistencia del gobierno central. Bastó que las autoridades provinciales se reunieran con algún empresario minero, le solicitaran un inmueble en donación, para que el resto de la población hiciera pequeños aportes en dinero que financiara la construcción de las salas y otros insumos.

Así también se fueron renovando el cementerio, el hospital y la iglesia matriz de Copiapó. Ilustres nombres de la ciudad se desprendieron desinteresadamente de propiedades y dinero para poder financiar dichos proyectos urbanos, que en otras ciudades eran tarea exclusiva del gobierno central. Además, aprovecharon las técnicas de construcción que trajeron los arquitectos y carpinteros británicos que habían llegado a Copiapó a construir las faenas y las placillas mineras.

A comienzos de 1840, el jefe de la orden jesuita de la ciudad de Copiapó trabajó codo a codo con los vecinos, levantando muros, limpiando terrenos, a fin de dar comienzo a las obras de la iglesia matriz.

Por su parte, Diego Carvallo, empresario minero dueño diversas minas de plata, comprometió horas de trabajo para llevar a cabo la anhelada recova de la ciudad. Candelaria Goyenechea, ilustre dama copiapina cuya familia estaba ligada a las minas de plata de Chañarcillo, donó en septiembre de 1844 los terrenos para erigir el ansiado hospital. El teatro fue construido sobre los terrenos donados por Ramón de Goyenechea y Manuel Orozco. El dinero fue donado por otros ilustres vecinos, como Agustín Edwards y Matías Cousiño.

Todos estos ejemplos de autogestión, así como el concepto de ciudad y la vida que le imprimieron a ellas, constituyen una rica fuente donde se esconde el espíritu del atacameño. La actividad portuaria en bahías que contaban con muy poca infraestructura para servir de puerto, sus ferrocarriles y su comercio, las editoriales de sus periódicos, fueron todos temas que han sido recogidos en los sucesivos capítulos del presente trabajo.

Otro ejemplo notable de autodeterminación fue una institución llamada la Junta de Minería. Se trata de una entidad autónoma y descentralizada que reunía al gremio de empresarios mineros de Atacama. Legislaba, tomaba decisiones respecto de los campamentos y poblaciones adyacentes a las faenas mineras, sin consultarle a nadie en Santiago. Fue fundada en 1840, por empresarios de la talla de Agustín Edwards, Matías Cousiño, los hermanos Carvallo, José Ramón de Ossa, entre otros.

Toda una institución en la provincia, era una entidad autofinanciada, que no obedecía a ninguna iniciativa del gobierno central ni a la intendencia provincial. Tenía carácter legislativo y gremial a la vez, que velaba por los intereses de los empresarios mineros. Aunque con los años pasó a presidirla el intendente, sus miembros siempre fueron prominentes empresarios del rubro y colaboraron con diversas iniciativas en beneficio de ciudades como Copiapó y Vallenar, además de las diversas placillas (campamentos) mineras.

“Para ser miembros de la Junta, se requería, además de tener domicilio en Copiapó, ser propietario de una o más barras de mina en actual trabajo o tener parte en algún establecimiento de amalgamación; ser aviador de alguna mina o ser ingeniero de minas o ensayador recibido conforme a la ley”.

Esta Junta nació con los problemas de infraestructura y orden de la placilla de Chañarcillo, lugar donde se concentró una población de operarios de las diversas minas, cada vez más numerosa, difícil de tratar y de organizar. Surgió un pueblo sin ley ni reglamento, sin presencia policial, lejos de la mano de la autoridad central o provincial, lo que dio el ambiente para el surgimiento de esa cultura de frontera a la que aludíamos anteriormente. Las riñas y levantamiento de obreros, además del saqueo de las minas era pan de cada día en aquella placilla minera.

Los empresarios con intereses en dichas minas, comenzaron a reunirse para discutir la solución a los infinitos problemas que generaba dicho ambiente social. El establecimiento del pueblo llamado Juan Godoy en su ubicación definitiva, la elaboración de un reglamento interno para todo el mineral y la placilla, estuvieron dentro de sus primeras preocupaciones, entre los años 1844 y 1845.

Su primer presidente fue Tomás Gallo Goyenechea. Entre los fundadores hay una larga lista de ilustres nombres ligados a Atacama: Juan Avalos, Braulio Carvallo, Matías Cousiño, Francisco Echeverría, Santiago Escuti, Pedro Fernández Concha, Luis Lopeandía, José Ramón Mandiola y su hermano Rafael, Felipe Santiago Matta, José María Montt, José Ramón de Ossa y su hijo Gregorio Ossa Cerda, los hermanos Benjamín, José Lorenzo y Tadeo Picón, Ramón del Prado, José León Recabarren, Ignacio Tirapeqgui, Joaquín S. Tocornal, Rafael Torreblanca, Juan José Uribe, José Joaquín Vallejo.

Tuvo la Junta varios miembros extranjeros, que también tuvieron intereses en la minería y la fundición. Los argentinos Alejandro Carril, José Orial Ferrer, Mariano Fragueiro, Domingo De Oro, Francisco San Román, José Sayago y Domingo Vega. Los colombianos Bernardino Codecido y Antonio Escobar. Los británicos Edward Abbott, William Grove, William Randolph, Thomas Waitt y Jason Waters. Finalmente destaca el italiano Emilio Salvigni.

Todos estos miembros fundadores fueron empresarios ligados a la minería de Atacama, amasaron grandes fortunas y, paralelamente, comenzaron a ejercer influjo en la vida política, social y cultural del país, como ningún otro segmento de la población criolla antes. Fueron regidores, subdelegados, parlamentarios y miembros o fundadores de partidos políticos, protagonistas del quehacer nacional y provincial.

“En el siglo pasado, mientras se extendía el comercio mundial, se intensificaba la competencia. Este proceso integró a los mineros a la política de una forma sin precedentes”.

Esta pequeña oligarquía que surgió fue integrada por inmigrantes, quienes insuflaron nuevos bríos, formándose diversos enclaves de poder en Atacama. Se trata de los Gallo, de origen italiano, los Subercaseaux de origen francés, los Edwards y los Walker de origen británico, entre los europeos. Conocida fue la rivalidad entre los Gallo y los Edwards, que básicamente fue una contienda para ver quien acumulaba mayor poder político y económico.

Toda la actividad industrial, social y cultural alrededor de Copiapó incentivó el surgimiento de otro tipo de industria, de gran desarrollo durante el siglo XIX, como lo fue la prensa escrita. Esta supo reflejar a la comunidad atacameña, transformándose en un espejo por el cual las ciudades de la provincia se miraron a sí mismas. El tercer capítulo desarrolla este tema. Más de ochenta periódicos circularon durante el siglo XIX en ciudades como Copiapó, Vallenar, Freirina, Carrizal y Chañaral. Ellos son prueba indesmentible del gran desarrollo económico, social y cultural que alcanzó Atacama durante aquel siglo.

La prensa a lo largo de la provincia fue de buena calidad. Todas las publicaciones tuvieron un denominador común en su línea editorial: el apoyo a la industria local, la independencia del gobierno central, que a veces se transformaba en franca oposición, cuando algunos órganos oficiales abogaron por una asamblea constituyente para reformar la carta fundamental de 1833.

Casos dignos de destacar son los periódicos “El Copiapino” de Copiapó, por ser el primero en circular en la provincia de Atacama. Su dueño en una primera etapa, fue el insigne escritor costumbrista José Joaquín Vallejo. También sobresale “El Ferro-Carril” de Copiapó, por ser el primero en circular diariamente. Digno de destacar también es “La Aurora del Huasco”, periódico fundado en Vallenar, utilizando la misma prensa con que se había editado “La Aurora de Chile”, el primer periódico del país fundado por Fray Camilo Henríquez. Sus dueños habían traído dicha prensa con el afán de convertirse en el primer periódico de Vallenar, pero se les adelantó en veinte días otra publicación, “El Huasquino”, que es el que quedó en la historia como el primero.

En un lugar destacado de la historia de Atacama ha quedado el diario “El Amigo del País”, el más longevo de todas las publicaciones surgidas de imprentas atacameñas, con más de 88 años de circulación diaria. Sobresale asimismo “El Minero de Freirina”, fundado en la ciudad del mismo nombre, pero continuada en Chañaral en una segunda época. Este sencillo periódico llegó a tener corresponsalías en todas las ciudades importantes de la provincia, como Copiapó, Juan Godoy, Vallenar, Huasco Bajo y Carrizal.

La independencia de la provincia respecto del gobierno de turno quedó reflejado en los periódicos de la provincia. Estos comenzaron a circular hacia el final del gobierno de Manuel Bulnes, quedando patente la oposición de los diarios atacameños durante el gobierno de su sucesor, Manuel Montt. Su decenio tuvo en periódicos como “El Copiapino” y “El Ferro-Carril” muchas reservas, abundante mirada crítica y, con el tiempo, oposición absoluta. Ni hablar cuando aparecieron periódicos fundados por aquellos que abogaban por una asamblea constituyente. Ellos tuvieron en diarios como “El Atacameño” y “El Constituyente” un lugar donde plasmar sus luchas políticas y anhelos regionales.

Como toda provincia, aún hoy, Atacama siempre estuvo lejos de los ojos de la gran capital. Sin embargo, sus riquezas minerales y su creciente presencia en el ámbito político y cultural, produjeron que Atacama se hiciera respetar. Casi siempre los copiapinos fueron contrarios a aquellos gobiernos surgidos entre cuatro paredes. Fueron activos partícipes de las revoluciones de 1859 y 1891. En la revolución de 1851, las opiniones de los atacameños estuvieron más divididas.

“Sobre un basamento étnico y somático muy diferenciado del resto del país, hacia 1859, tanto los habitantes de esta provincia como los magnates de la minería, con los Gallo y los Matta a la cabeza, eran opositores” .

Uno de los momentos más interesantes de esta actitud antigobierno que caracterizó a Atacama, y uno de sus momentos culmines, tuvo lugar en los sucesos de enero de 1859. Su protagonista fue el caudillo Pedro León Gallo, hijo de Candelaria Goyenechea y Miguel Gallo Vergara, dueño de la principal mina de Chañarcillo. En la revolución lucharon codo a codo la mayoría de los empresarios mineros y los obreros que laboraban en sus minas. Todos compartían ese espíritu indomable que caracteriza a los mineros, sin importar en qué extremo de la escala social se encontrasen.

Al recordar el quinto aniversario de la revolución constituyente, el diario “El Constituyente”, que compartía y alentaba la actitud revolucionaria, escribió :

“Nadie ignora que la traición cortó el vuelo a los propósitos de los revolucionarios. Una derrota fue el premio de su abnegación en los campos de Cerro Grande, pero esa derrota, al mismo tiempo que ceñía de inmortales laureles las sienes del vencido, grababa un lema de aprobio sobre la frente del vencedor. El triunfo fue para el ejercito gobiernista pero la gloria de la jornada quedó del lado de las huestes constituyentes”.


3. La minería como enclave cultural.

Los minerales de Atacama comenzaron a ser cotizados desde temprano en la era colonial. Durante el siglo XVII, el cobre era una actividad con costos de producción extremadamente altos. La libra de cobre se compraba a cuatro pesos en la boca de la mina y se vendía a dieciséis pesos en los mercados de Lima. A pesar de algunos esfuerzos de la corona española por subsidiar la producción, la situación no cambió una vez lograda la independencia. Hacia 1820, muy pocos chilenos podían dedicarse a la producción de cobre, pues el oro y la plata acaparaban las preferencias, debido a sus menores costos de producción. Libre el campo para capitales extranjeros, fueron los ingleses los primeros que se interesaron en explotar los yacimientos en Chile. Así, en Londres, varias sociedades anónimas se constituyeron para explotar cobre chileno. Todas eran empresas con grandes capitales nominales.

Los negocios tuvieron distinta suerte a través de los años, pero se sentaron las bases para una explotación cada vez mayor, en donde el interés extranjero no estuvo ausente. Hacia 1830, en su paso por el norte de Chile, Charles Darwin conoció a varios ingleses que se dedicaban a la compraventa de minerales en la ciudad de Copiapó. El aporte principal de estos ingleses fue servir de puente que conectara a Chile con el mercado internacional. Hicieron un gran aporte en la comercialización, el financiamiento y el transporte hacia los mercados de Asia y Europa. Así, Chile llegó a ser el primer productor mundial de cobre hacia 1870, con un promedio de 55 mil toneladas.

Generación tras generación de labores mineras han dejado su huella en Atacama, llegando incluso a cambiar el paisaje, al resultar deforestados los alrededores de ciudades como Copiapó y Vallenar. Dichas ciudades fueron despojadas de algarrobos y pimientos a fin de alimentar los hornos y las fundiciones que proliferaron. Sus descendientes siguen hurgando los cerros en busca de una veta que les dé tranquilidad económica . El cobre, una vez agotadas las vetas de oro y plata, fue calificado por Vicuña Mackenna como “la base perdurable en que descansa esta nación improvisada”.

Base que lamentablemente no se ha sabido respetar como patrimonio. Todas las faenas mineras del siglo XIX desaparecieron, sin que sobreviva hoy más que unos cuantos muros de adobe y piedra, y un par de cementerios destruidos por el pillaje. Lugares como Chañarcillo y el pueblo de Juan Godoy, Tres Puntas y Chimberos, Puquios, Carrera Pinto, además de las estaciones de ferrocarriles que prosperaron en aquellos años.

Invisible es la vida de esos pueblos y campamentos mineros que nacieron, se desarrollaron, murieron y desaparecieron para siempre. Invisible es la vida de aquellos hombres y mujeres que les dieron razón de ser, que construyeron riquezas para otros. Invisible es aquel pasado en las principales ciudades de Atacama. El legado y patrimonio de aquellos que hicieron de la minería su oficio durante siglos anteriores, no existe más que en un puñado de ejemplos arquitectónicos. Y el resto del país poco y nada sabe de esta cultura nacida en las bocaminas que ayudó a consolidar una república recién establecida, que ayudaron a formar la industria agrícola y a consolidar fortunas.

Es curioso constatar que más perdurable en la memoria han resultado la industria del salitre, el carbón y la agricultura en nuestro país. Pero pocos conocen la que fue la primera industria netamente nacional, aquella que financió guerras, revoluciones y desarrolló la zona central, la que pagó la deuda externa luego de las batallas por la independencia, la que hizo surgir la primera aristocracia criolla y los primeros obreros con conciencia de pertenecer a una estirpe nueva, la que pudo financiar la explotación de guaneras y calicheras en los nuevos territorios de más al norte, una vez que había nacido el operario minero como actor social y luego de haber adquirido suficiente experiencia en minería extractiva y en su administración.

Es natural entonces, hacerse algunas preguntas al tratar el tema de la minería de Atacama: ¿Dónde está la cultura minera, la cultura de la extracción de metales? Nuestro pasado y presente, donde los metales han sido la fuente principal de riqueza y trabajo, ¿dónde está? Más de ciento cincuenta años de historia minera republicana, ¿cómo y porqué se han vuelto invisibles a los ojos de los centros de irradiación cultural de nuestro país?

La respuesta a esas inquietudes está en la raíz de su naturaleza. Desde el comienzo, la minería fue un negocio inserto en una especie de libre mercado. Cualquiera que descubriese una veta la inscribía como propia y la explotaba para su beneficio. El único medio para hacer fortunas privadas en el Chile de los siglos XVIII y XIX debía mantenerse lo más secreta posible. Los afortunados dueños de alguna mina debían ser cuidadosos con los datos que entregaban sobre sus pertenencias, por temor a ser despojados y por los precios que tendrían que pagar por diversos servicios asociados. Fueron muchos los cateadores que murieron para ser despojados de su riqueza recién descubierta. Abundaban aquellos especuladores inescrupulosos con los oídos atentos a cualquiera que hablara de más sobre algún descubrimiento rico en minerales. En la minería, como en ningún otro oficio, se da eso de que “nadie sabe para quien trabaja”.

Por su parte, muchos de los que trabajaban dichas minas llegaron de lugares distantes, algunos a construir y fundar placillas mineras donde antes no había nada. Placillas mineras con casas indignas para un ser humano, con calles malolientes y un ambiente insalubre. Trabajar en medio de la nada en el desierto de Atacama produjo un tipo social de características rudas, reservado, desconfiado, autosuficiente y arrogante, por la necesidad de sobrevivir en un ambiente poco amigable para el asentamiento humano. Nació entonces, tanto en los empresarios como en los obreros, aquella cultura de frontera, donde prima la ley del más fuerte. Curioso. Lo que quisieron los empresarios que se mantuviera en secreto, que no se divulgara su forma de vida, se constituyó, con el tiempo, precisamente en la primera manifestación de cultura criolla de la naciente república de Chile. Qué paradoja.

La minería ha pertenecido y pertenece sólo a los que la han vivido. No sale a la luz pública, no llega al centro del país. A las grandes urbes como Valparaíso y Santiago sólo llegaron las fortunas, una vez que se obtenían enormes ganancias que eran reinvertidas en grandes haciendas. Jamás llegó el bagaje cultural minero. Esta permanece guardada detrás de las puertas y ventanas de pino oregón de las casas de Copiapó, Vallenar, Caldera y Freirina, como un secreto que nadie permite que emerja.

Muchas faenas están a varios metros sobre el nivel del mar, alejado de las ciudades principales. Dicho factor acentúa la lejanía de esa realidad con la que se vive en el resto del territorio. El minero fue y es algo así como un fantasma, que va y que viene, de faena en faena, sin arraigarse. Su relación con las ciudades que ayudaron a edificar es más bien utilitaria y nunca sintió que le pertenecieron. Esto sigue ocurriendo en ciudades como Calama y Copiapó. Los calameños y copiapinos de pura cepa son minoría en sus respectivas ciudades. La mayoría son foráneos atraídos por las oportunidades económicas que ofrece la gran minería del cobre. Una vez que se han “servido” de ella, la abandonan e inician una nueva vida en otra parte.

Por eso no está la minería en el imaginario colectivo de nuestro país. Como la minería es prácticamente desconocida en el centro y sur del país, la cultura agrícola tomó su lugar como referente cultural chileno. En el extranjero, sin embargo, una de las pocas situaciones que nos hacen conocidos mundialmente, es precisamente nuestra condición de país minero. El desierto de Atacama nos pone en el mapa mundial gracias a que es conocido como el desierto más árido del mundo. Sin embargo, no forma parte del acervo cultural de los chilenos.

El salitre tampoco está libre de este designio. Sólo un reciente resurgimiento (propiciado por los mismos pampinos) ha logrado que salga a la superficie mucho del legado de la cultura salitrera. Pero eso sólo sucedió una vez que se acabó y nació la nostalgia por el salitre perdido. La minería del cobre aún subsiste en pequeña, mediana y gran escala a lo largo de las cuatro regiones nortinas, razón por la cual su cultura no puede emerger. El salitre es ahora parte de nuestra memoria colectiva sólo en un sentido histórico. Nunca lo fue cuando estaban en plena producción las diversas oficinas del norte grande.

Cuando a un chileno se le pregunta por las cosas típicamente chilenas, saltan a la memoria la cueca, el vino, las empanadas, el rodeo y otros clichés similares. Ningún chileno estaría dispuesto a considerar al minero y no al huaso como el personaje típicamente chileno. Y es que el chileno nada sabe sobre los mineros que vivieron una dura vida en las minas del norte, ni sobre la plata del legendario Chañarcillo, ni sobre las familias que amasaron grandes fortunas en Copiapó.

Muy por el contrario, las políticas de estado, desde hace 30 años, no van en beneficio de esta actividad que sigue rindiendo frutos, sino más bien a la destrucción del minero a pequeña escala, al pirquinero, a favor de la gran y mediana minería. A tal punto, que ya no existe una minería chilena. Toda la minería en Chile es de capitales extranjeros, salvo honrosas excepciones, entre ellas, CODELCO.

La principal consecuencia del ingreso de capital extranjero a la industria cuprífera ha sido el aislamiento cultural que sufre la minería chilena en la actualidad. Durante el siglo XIX, los capitales extranjeros no fueron factor de división sino que llegaron para adaptarse al modelo chileno. Los obreros extranjeros vivieron igual como los obreros chilenos. Los empresarios extranjeros vivieron igual como lo hicieron los empresarios chilenos. En la minería de Atacama todos vivieron en la misma placilla, no produciéndose una separación social más allá de lo normal entre obreros y empresarios. La casa de un obrero podía perfectamente ubicarse al lado de la del administrador o la del dueño. Ni en las placillas ni en las ciudades hubo jamás barrios separados por clase social. La forma de extracción por vetas hacía la minería una actividad económica bastante democrática. Cualquiera podría descubrir una veta, cualquiera la podía inscribir, cualquiera la podía explotar. La minería era casi una actividad del azar más que una empresa que requiriera de administración. Un día se era inmensamente pobre y al siguiente, inmensamente rico, gracias a algún descubrimiento. Los mineros vivían de acuerdo a los vaivenes del azar.

A principios del siglo XX, grandes empresas norteamericanas fundaron sucesivas empresas mineras, luego de años de hacer exploraciones y sondajes. Una nueva manera de extraer metales se había instaurado en el mundo y Chile no podía quedar ajeno a ello. Un yacimiento ya no se explotaría dividido en barras ni se extraía siguiendo la veta. Ahora los yacimientos eran tratados como una unidad indivisible y la empresa se hacía dueña de todo el yacimiento. Minerales como Chuquicamata, Potrerillos, Salvador y El Teniente, inauguran en Chile esta forma extractiva. Los campamentos mineros adyacentes a estos minerales se transformaron en verdaderos enclaves, que decían relación más con un modelo norteamericano para establecer campamentos mineros que con un modelo chileno. En los campamentos mineros construidos por ingleses y norteamericanos, se buscaba evitar a toda costa tocarse con lo chileno.

Hubo en dichas faenas y campamentos una evidente separación entre el estamento obrero y el elemento extranjero, que se verificó en la ubicación, tamaño y calidad de sus hogares, en los clubes que frecuentaban. El gringo era pagado en oro, los obreros en pesos (en el caso del salitre y algunas mineras de cobre, en fichas canjeables por mercadería). Por otro lado, los obreros del cobre ganaban (y siguen ganando) más que cualquier otro obrero en el país y eso también lleva al aislamiento de la realidad nacional, a los ojos del resto de los chilenos. Los mineros, sin quererlo, se han transformado en un enclave cultural aislado y ajeno a la realidad nacional (aún siendo tanto o más chilenos que el mismo huaso centrino).

De ahí el gran desconocimiento, su exclusión de la conciencia colectiva nacional y su falta de socialización en los centros de irradiación cultural del país. Tanto chilenos como extranjeros han aportado para que la cultura agrícola prevalezca por sobre la minera. Esa es la paradoja sin solución, que ha envuelto a la minería y a su cultura subyacente en un halo de misterio y aislamiento, hasta el punto de hacerla prácticamente desconocida en nuestro país.

El salitre durante años recientes ha hecho mucho por superar dicha paradoja y dichas barreras, gracias a una suerte de reminiscencia por el pasado y al interés de un grupo de pampinos por valorarse frente al país. Si visitamos la ciudad de Iquique, el ambiente que se respira denota la presencia y el rescate de todo lo relacionado con la historia salitrera. En sus casas restauradas, en el rescate del patrimonio fotográfico, incluso en la literatura. Escritores contemporáneos como Hernán Rivera Letelier, han logrado hacer más por la cultura pampina que lo que pudieran haber hecho los mejores escritores del siglo XIX, como Alberto Blest Gana y su obra “Martín Fierro”, Antonio Acevedo Hernández y su obra “Chañarcillo”, o cualquier otro escritor que haya situado su obra en el mundo de la minería de los metales.

Lo anteriormente expuesto constituye una paradoja que no está en nuestras manos intentar resolver. Sólo podemos constatar que existe. Los sucesivos capítulos del presente estudio pretenden establecer el justo lugar que debe tener la minería de metales en el desarrollo de nuestro país y dejar constancia de la cultura que surgió de dichas riquezas minerales. El minero decimonónico fue el primer personaje netamente criollo, completamente chileno que nació luego de lograda la independencia y nacer la república de Chile. Si hay un personaje que debe retratarnos como nación, ese debiera ser el minero atacameño, no el huaso centrino. Si hay un traje típico, ese debiera incluir culero y capacho, no chamantos ni espuelas. En vez de un azadón, un barreno. En vez de un caballo de cepa andaluza, un burro atacameño. En vez de un arado, una “pata de cabra”.

Cada uno de los temas esbozados en la presente introducción será tratado en los sucesivos capítulos de este estudio, que intentará mostrarnos el carácter del minero atacameño y la cultura de una comunidad que se formó gracias a sus riquezas subsoleanas. Una cultura igualmente subsoleana que es fruto de su trabajo, del producto de dicho trabajo y del pensamiento que reside detrás de dicho trabajo y dicho producto. Ahí habita el carácter único de un pueblo: en su cultura. Y en los productos que son fruto de dicha cultura.

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